viernes, 6 de diciembre de 2024

PROTEGIDOS, PERO VIGILADOS


La ciudad hervía bajo el sol, y Pedro sentía su camisa pegada como si fuera una segunda piel. Acababa de salir de la oficina del registro de viajeros. Había entregado tantos datos que sospechaba que podían recrear un holograma de él si querían. "Todo por la seguridad", le decían. A cambio de un cuarto con vista al estacionamiento, Pedro había dejado 42 datos personales, más de los que caben en su DNI, y posiblemente hasta algunos que no conocía de sí mismo. Con cada click en el formulario se preguntaba, ¿cuándo se había vuelto tan complicado pasar una noche fuera?

A unos pasos de allí, Teresa intentaba fichar para salir del trabajo. Frente a la pantalla que decía "Error en el reconocimiento facial", suspiraba con una mezcla de resignación y nostalgia. «Se acabó eso de fichar con la cara o el pulgar», decía la directiva. La empresa se había puesto firme: sin biometría, sin tecnología futurista, solo una buena y vieja tarjeta que nunca funcionaba al primer intento. —Al menos tenemos desconexión digital—, murmuró con ironía, mirando la pantalla que seguía negándose a reconocerla.

Mientras tanto, los niños jugaban en el parque, ajenos al espectáculo en el que se había convertido la privacidad de los adultos. Fernando, un padre primerizo, miraba a su pequeño dar sus primeros pasos. Con una mano en el bolsillo, palpaba el borde de su smartphone, donde reposaban apps llenas de permisos que jamás había leído. «Aceptar» era solo una formalidad, un reflejo condicionado. —Protegen mis datos—, se dijo a sí mismo en voz baja, como quien repite un mantra para convencer al cerebro de una verdad conveniente. Pero sabía que cada selfie del bebé se iba directo a una nube que ni siquiera estaba seguro de dónde estaba.

Las leyes se renovaban, se adaptaban y se multiplicaban como gremlins tras un chapuzón nocturno. Todos decían lo mismo: proteger nuestros datos. Fernando recordó la escena de *Minority Report*, cuando las precognitivas veían el futuro y el protagonista intentaba escapar de un crimen que ni siquiera había cometido. En su caso, nadie lo perseguía, pero parecía que todos querían un pedazo de él. Su dirección, sus compras, sus gustos de música ochentera. Al final, el resultado era el mismo: la sensación constante de estar desnudo en medio de una plaza pública.

En el centro de la ciudad, una pancarta enorme colgaba de un edificio: "Regulamos para protegerte". La gente pasaba por debajo, inmune a las promesas que colgaban de arriba. Un vendedor ambulante, que vendía gafas de sol y carcasas para móviles, observaba con una sonrisa. —¿Protección? A mí me lo van a decir—, masculló, ofreciendo una carcasa de plástico rosa con corazones. Al menos esa promesa sí era visible: proteger el móvil de un golpe. Claro, de una caída. La verdadera protección que todos buscaban, esa, se estaba volviendo un espejismo.

Y así, entre normativas que intentaban ponerle puertas al campo y ciudadanos que intentaban vivir sin sentir que cada respiración era registrada, la vida seguía.

Pedro se sentó en la cama de su habitación alquilada, mirando la puerta cerrada. De repente, su teléfono vibró. —¿Otra vez? —murmuró, al ver la notificación en pantalla. La voz de su compañero de piso llegó desde el pasillo.

—¿Estás bien, Pedro?

—Sí, solo... —Pedro dudó, levantando el teléfono—. Solo me preguntaba si todo esto de la protección no es más bien otra forma de vigilarnos.

Su compañero se asomó por la puerta, apoyándose en el marco con una sonrisa sarcástica. —Bienvenido al club, amigo. Es como si pagaras por vivir en una jaula de oro. Al menos la jaula tiene WiFi.

Pedro soltó una risa seca. —¿Protegidos o vigilados? Quién sabe... —Dejó el teléfono a un lado, sintiendo el peso de las palabras de su amigo. Al final del día, el acto de vivir había pasado de ser libre a ser una transacción.

Pedro cerró los ojos, intentando desconectar. Pero la notificaciones seguían allí. Claro, había olvidado desconectar el WiFi.

«Cuando el jefe puede lo que quiere, se corre el gran riesgo de que quiera lo que no debe querer» (Baltasar de Castiglione, nacido el 6 de diciembre de 1478 es decir, que ya hace seis siglos que nos habló del acoso de las jerarquías)

Hoy hace 36 años que se convirtió en un "ghost"de 52 años consiguiendo la eternidad.

Ho tens tot

Cada cop que t'observo, els meus ulls s'emboiren en un oceà de passió. Hi ha una màgia en la teva mirada que em transporta a un món on tot és possible. Un sol gest teu, i em sento flotant, lliure de qualsevol preocupació. Tot el que desitjo, ho tens tu. La teva veu, una melodia que calma la meva ànima. Amb tu, la vida cobra un sentit nou, intens i vibrant.

 

 

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