EL PRECIO DE UNA BALA
Estaba en la cocina cuando recibí la llamada. La voz del oficial al otro lado de la línea sonaba como si acabara de ser diagnosticado con alergia al azúcar.
—Señora Thompson, lamento informarle que su esposo, Brian Thompson, ha fallecido esta mañana.
El cuchillo que sostenía en la mano resbaló ligeramente sobre el aguacate. No pregunté cómo, porque con Brian las opciones siempre eran fascinantemente limitadas: un ataque al corazón causado por el estrés, un ataque al corazón causado por la gula o, en el peor de los casos, un asesinato. Fue lo último.
—¿Asesinado? —pregunté, logrando sonar tan sorprendida como se espera de una esposa de CEO.
—Sí,
señora. Un disparo a bocajarro frente al edificio de su empresa.
—¿Y lo atraparon?
—Al sospechoso, sí. Pero debo decir que estamos más consternados por el método empleado.
"El método". Ahí estaba la palabra mágica.
—¿Disparos? —aventuré, mientras me sentaba.
—Exacto. ¿Qué clase de bárbaro piensa que esa es la forma adecuada de saldar cuentas en un país civilizado?
Casi podía oír el gruñido de desaprobación del oficial al otro lado.
—¿No sería el asesinato el problema? —aventuré, un poco por curiosidad y un poco por llevarle la contraria.
—Eso depende, señora. En Estados Unidos hay formas legales de eliminar a las personas. Formas que respetan el tejido económico.
Ahí estaba, desplegando el sermón que había ensayado probablemente en demasiadas ruedas de prensa. Me lo tragué completo.
—Su esposo, por ejemplo —continuó el oficial, con una voz que sonaba cada vez más a la de un conferencista motivacional—, fue un maestro en esta cuestión. ¿Sabe usted cuántas vidas había terminado legalmente a través de su trabajo?
Suspiré. Sabía adónde iba esto. Era el tipo de conversación que Brian adoraba usar en las cenas para impresionar a otros tiburones.
—Debería revisar los informes de UnitedHealthcare —dijo el oficial, como si estuviera recomendándome un bestseller. —Subir la insulina a 1.000 dólares por frasco fue una obra maestra. Nadie en su sano juicio podía pagar eso. Un golpe limpio, sin desorden.
Apreté la mandíbula y miré al cuchillo sobre la tabla de cortar. Me pregunté si alguna vez me atrevería a usarlo más allá de la cocina.
—¿El sospechoso ha dicho algo? —pregunté, desviando la conversación.
—Se llama Luigi Mangione. Ex trabajador de su esposo. Parece que se ofendió cuando le rechazaron un trasplante porque su póliza no lo cubría.
La ironía de todo esto no pasó desapercibida. Brian, el hombre que convirtió el rechazo de reclamaciones en un arte, había sido ejecutado por alguien rechazado. Poético, en cierto modo.
—¿Y qué pasará con él?
—Probablemente lo condenen. Pero no se preocupe, señora. Lo harán de manera civilizada. Quizá inyecciones letales o una silla eléctrica de última generación. Nada tan vulgar como una pistola.
—Es un consuelo.
Colgué antes de que el oficial decidiera seguir explicando los méritos del sistema judicial. Miré el aguacate, ahora perfectamente cortado, y me pregunté si Brian habría sentido algo tan limpio como esa cuchillada.
La noticia estalló en todas partes esa tarde. "El legado de Brian Thompson", decían algunos titulares, mientras otros se preguntaban si su asesino había intentado vengar a los miles de pacientes caídos bajo su política de costos inflados.
Esa noche, mientras intentaba dormir en nuestra cama demasiado grande, un pensamiento no me dejaba en paz. Quizá, después de todo, Brian y Mangione no eran tan diferentes. Ambos habían encontrado maneras de acabar con sus enemigos. Uno solo se había olvidado de pagar la tarifa correspondiente.
«Los hombres no deben ser juzgados por su apariencia, hábitos y apariencias; sino por el carácter de sus vidas y conversaciones, y por sus obras» (Roger L'Estrange, nacido el 17 de diciembre de 1616 para ser condenado a muerte por conspirar contra el régimen establecido en aquella época. Lo amnistió un tal Oliver Cromwell pero él duro y duro, siguió conspirando toda su vida)
Y que cumplas muchos más de los 66 de hoy. Un consejo: no vuelvas a cantar esa canción aunque sea en una graduación de un amigo.
Perdent la fe
Els dies s'estiraven com gomes elàstiques, cada hora una eternitat. El món, un escenari buit on les paraules perdien el seu sentit. La fe, aquella que l'havia guiat durant tant de temps, s'esvaïa com el fum en l'aire. La seva ànima, una nau a la deriva en un mar de dubtes. I en aquell instant, mentre contemplava el cel gris, va sentir una espurna d'esperança, una nova religió: la de creure en si mateix i en la força de l'amor.
Bonus track con cada músico en su sitio y cantada por quién la ha de cantar.
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