LA ETERNIDAD AL PLATO
No suelo conservar comida en casa. Mi frigorífico parece un museo minimalista: una botella de agua, un yogur con fecha indescifrable y un queso cuya textura podría inspirar una nueva teoría de materiales. Pero todo cambió el día que decidí hacer un experimento. Bueno, llamarlo experimento es un eufemismo: olvidé una hamburguesa en la mesa del salón durante un año entero.
La hamburguesa, un ejemplar de una conocida cadena de comida rápida, había llegado a mis manos en una noche de cansancio extremo, cuando cocinar era tan viable como correr un maratón con los cordones atados juntos. La devoré casi entera, dejando solo un cuarto, que abandoné en su caja de cartón como si fuera un objeto olvidado en el andén de una estación. La casualidad o mi natural desorden la colocó sobre la mesa del salón, donde la ignoré por completo.
Un año después, tras una limpieza primaveral inducida por la visita de un familiar obsesionado con el orden, la reencontré. Ahí estaba: el pan ligeramente descolorido, la carne seca como un trozo de cuero y el queso convertido en un lámina plástica que podría haber escapado de una fábrica de juguetes. Pero, y aquí lo inquietante, no había rastro de moho ni de malos olores.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho?—me dijo mi primo mientras sostenía la hamburguesa con una servilleta como si fuera una bomba biológica.
—Probar los límites de la ciencia alimentaria, por supuesto—contesté, fingiendo que todo había sido intencional.
Decidí profundizar en el misterio. Una búsqueda rápida en internet me llevó por un camino que mezclaba teorías conspirativas con ciencia real. Al parecer, la clave estaba en el contenido de agua. Sin humedad, me explicó un artículo, los microorganismos responsables de la descomposición no pueden prosperar. Y ahí estaba yo, sosteniendo un artefacto culinario que desafiaba el paso del tiempo gracias a la cocción extrema y a la magia de la deshidratación.
La carne, cocinada hasta que el último vestigio de agua huyó despavorido, se había convertido en un entorno térmicamente hostil para cualquier bacteria que osara acercarse. El pan, con su humedad moderada y su rápida exposición al aire, era poco más que una esponja seca con aspiraciones a momia. Y luego estaba la sal. Bendita sal, ese conservante milenario que había transformado a generaciones de alimentos en supervivientes.
Decidí probar suerte con un conocido que trabajaba en un laboratorio alimentario. Llegué con la hamburguesa envuelta en plástico, como si fuera un tótem. Cuando la vieron, sus ojos se iluminaron con una mezcla de horror y fascinación.
—Esto es perfecto—dijo mientras ajustaba sus gafas. —Un caso de estudio que podría ilustrar mis clases.
—O mis memorias—repuse, porque si algo no falta en mi vida es un sentido exagerado del drama.
El análisis reveló lo esperado: la hamburguesa era un microcosmos de tecnología alimentaria en acción. Conservantes como los propionatos habían impedido la aparición de moho, mientras que el almacenamiento accidental en un ambiente seco la había protegido de hongos y bacterias.
—No es magia ni brujería—me explicó mi amigo. —Es simplemente ciencia aplicada al negocio de vender alimentos rápidos que duren lo suficiente para llegar al cliente.
El sarcasmo, por supuesto, no se perdió en la explicación. Mientras hablaba, no podía dejar de pensar en las implicaciones. Aquella hamburguesa, inmune al paso del tiempo, era también un símbolo de nuestro mundo moderno: eficiente, práctico, pero ligeramente inquietante.
Decidí conservarla. No como alimento, claro, sino como recordatorio de lo que la humanidad puede lograr cuando mezcla ingenio, desesperación por ahorrar costos y un toque de cinismo. La coloqué en una urna de cristal, junto a un letrero que reza: “La eternidad tiene sabor a queso y conservantes”.
No sé si mi hamburguesa será estudiada por generaciones futuras, pero cada vez que la miro, me recuerda que en este mundo hay cosas que ni siquiera el tiempo puede descomponer. Literalmente.
«Hay que defender la paz a todo trance, incluso con la guerra» (Woodrow Wilson, nacido el 28 de diciembre de 1856 para ser premio Nobel de la Paz en 1919 a pesar de las frases bélicas como la que ilustra su onomástica. Naturaleza humana que es incapaz de construir la paz desde la paz)
Y que cumplas muchos más de los 65 de hoy aunque ya te va quedando menos tiempo para olvidar según qué o a quién.
Record líquid
Va tancar els ulls i va omplir el got amb aigua, però quan se'l va acostar als llavis, no era aigua: era la seva veu. Aquella melodia flotava en l’aire, com un murmuri enganxat a les parets. Es va mirar al mirall, i no va trobar-hi la seva imatge, sinó la d'ella, ballant al compàs d’un "me cuesta tanto olvidarte" que mai havia volgut escoltar. Va llançar el got contra el terra. Vidres i notes es van barrejar, però la veu no es trencava. Va entendre que el record no era aigua ni mirall: era un mar infinit.
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