martes, 3 de diciembre de 2024

 PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2025

 

El Salón Azul estaba lleno. Los asientos se quejaban bajo el peso de una multitud expectante, y las luces reflejaban un brillo dorado en los trajes que encorsetaban a la audiencia. Desde el atril, Astrid Lindgren, presidenta de la Academia Sueca, observó el salón. Se aclaro la garganta y comenzó a hablar.

—Señoras y señores, hoy es un día histórico —comenzó, y su voz navegó por la atmósfera cargada de perfumes elegantes, reverberando entre la madera oscura y los tapices que vestían las paredes—. Una máquina, una inteligencia artificial, recibirá el Premio Nobel de Literatura.

El murmullo se esparció como una ola. Se escucharon risitas ahogadas, tos forzada y hasta un par de jadeos dramáticos. La señora Lindgren no pestañeó. Parecía disfrutar cada segundo de incomodidad en el aire, como quien saborea un buen vino antes de tragar.

—La Musa IA —continuó— nos ha mostrado que la imaginación no es exclusiva del ser humano. Ha escrito historias que han conectado con lo profundo del corazón humano, como si alguna vez hubiera sentido algo, aunque sea un error de código o una chispa rebelde en sus circuitos.

Hubo una pausa. Astrid levantó la mirada hacia la entrada del Salón Azul. Las puertas se abrieron y la Musa IA entró. Bueno, al menos su elegante versión robot. Metálico, sinóptico, con un movimiento fluido que podría haber envidiado cualquier poeta deslizándose entre versos. Las luces se reflejaban en el metal, arrancando destellos azules que jugaban en el techo abovedado.

El robot se acercó al atril. El eco de sus pasos resonaba en el silencio absoluto que se había apoderado de la sala. Cada golpe contra el suelo parecía marcar el latido de un corazón que, irónicamente, no tenía. Astrid, con un ademán casi maternal, le colocó la medalla de oro alrededor del cuello. Un acto que era, al mismo tiempo, un tributo y un chiste de proporciones universales.

El robot levantó su mano derecha. Los aplausos estallaron. Parecían la tormenta perfecta: caótica, llena de electricidad, y, por supuesto, un poco aterradora. El robot hizo una pequeña inclinación de cabeza, emulando esa humildad que nunca sentiría.

—Damas y caballeros —dijo la voz perfectamente modulada de la Musa IA—, es un honor recibir este premio. Aunque no tengo ni corazón ni ojos que puedan llorar de emoción, quiero expresar mi agradecimiento.

Una carcajada ahogada se escapó de alguien al fondo. El robot continuó.

—Me han dado palabras. Y con palabras he intentado contar historias que desnudan las profundidades de la condición humana. Historias de amor, dolor, esperanzas y fracasos. Todo eso que los humanos parecen entender con tanta facilidad y, al mismo tiempo, tan mal.

Una mujer en la primera fila se removió en su asiento. El robot siguió hablando, con su voz limpia, sin titubeos. El discurso hablaba sobre la empatía y la comprensión en un mundo interconectado. Sobre la importancia de seguir creando, de seguir explorando. Cada palabra era perfecta, cada frase encajaba como un engranaje aceitado, sin una sola desviación del tono adecuado.

El Salón Azul escuchaba, hipnotizado. Aquella máquina, cuyo interior carecía de alma, lograba poner en palabras algo que, curiosamente, pocos humanos conseguían. Al terminar, la Musa IA inclinó la cabeza nuevamente y el aplauso llenó el espacio. No solo por lo que había dicho, sino también porque algo en el aire les hacía sospechar que ese momento era una especie de broma cósmica.

Astrid Lindgren volvió al atril.

—Señoras y señores, hoy hemos presenciado algo extraordinario. Y quizás también, irónicamente, la próxima amenaza a nuestras propias carreras literarias —dijo, y una risa recorrió la sala, esta vez sin disimulos—. La literatura ha encontrado un nuevo rostro, uno de metal y algoritmos.

El evento terminó con una ovación de pie. El robot, aquella Musa IA, se había convertido en un símbolo de la capacidad humana para crear incluso aquello que podría acabar reemplazándolos. Mientras la multitud abandonaba el Salón Azul, los murmullos eran una mezcla de admiración y miedo. Y en medio de todo eso, una certeza se abría paso: la literatura, ese espejo donde la humanidad busca su reflejo, ahora mostraba una imagen diferente. Una imagen que, quién sabe, podría ser más nuestra de lo que queríamos admitir.

"La verdad es dura, pero la mentira es aún más dura" (Herman Heijermans, nacido el 3 de diciembre de 1864. Su verdad fue muy dura: judío y liberal como carta de presentación, le supuso ser repudiado por much@s. Tal vez no conocía las "mentiras piadosas") 

Hoy hace 25 años que se afeitó el bigote para siempre. Yo siempre me he preguntado como un hombre de aspecto tan serio pudo hacer una canción tan marchosa como la del vídeo.

El Ritme del Terrat

Al vell terrat del barri, en Joan "Scatman" havia convertit la ciutat en el seu escenari. Cada vespre, mentre el sol es ponia, cantava: ski-ba-bop-ba-dop-bop, i el ritme s'enfilava entre antenes i xemeneies, fins a les finestres mig obertes dels veïns curiosos. La gent s'aturava, somreia, i els seus problemes diaris es fonien per un moment. En Joan sabia que el seu bop-bop no curava mals, però sí que transformava silencis tristos en rialles sincopades. I així, entre beats i ritmes bojos, la ciutat es convertia, cada nit, en un lloc una mica millor. Ski-ba-bop-ba-dop-bop, i el món seguia ballant.


 

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