martes, 7 de enero de 2025

 DESPUÉS DE NAVIDAD, EL DILUVIO

Barcelona huele a turrón rancio y a propósitos rotos. Me lo repito cada año cuando dejo caer la persiana del bar el 7 de enero, pero esta vez el aroma ha cambiado: huele a derrota. Abro la puerta a las siete de la mañana, con los ojos clavados en las baldosas que parece que han envejecido tres décadas durante las fiestas.

Los primeros en llegar son siempre los mismos: oficinistas con corbata torcida y ojeras que ni una cafetera industrial podría borrar. Uno se apoya en la barra y murmura algo parecido a un "buenos días", pero su tono indica que preferiría una invasión alienígena antes que volver al Excel. Sirvo café sin palabras; no hay nada que decirle. Somos hermanos de causa perdida.

La gente viene y va. Pedidos cortos, sin alma: "un cortado", "un bocata de lomo", "la cuenta, por favor". El único sonido que me acompaña es el tintineo de las cucharillas y la máquina tragaperras escupiendo derrotas. La radio, que solía animar el ambiente, ahora parece un coro fúnebre de anuncios de gimnasios y seguros de vida.

A media mañana aparece ella: Claudia, con su uniforme del Zara y el aire de quien no ha dormido en dos semanas. "¿Otro día como este y lo dejo todo, eh?", me dice mientras se calienta las manos con un café que ni siquiera pidió.

—¿El trabajo o la humanidad? —le suelto, sin pensar.

Se ríe, pero su risa corta el aire. Es de esas risas que no son risa, sino un grito de socorro.

Por la tarde, el cansancio pesa tanto que me siento detrás de la barra. No hay nadie en el bar, y por primera vez en años, la máquina de café no vibra bajo mis manos. Pienso en mi padre, que decía que el trabajo dignifica. "Pues qué poco le dignificó a él," murmuro, mirando las paredes desconchadas que heredé con el local.

Cierro antes de tiempo. Afuera, las luces navideñas todavía cuelgan en las calles, como si alguien olvidara que el show ya terminó. Cruzo la plaza, esquivando a los pocos turistas que se atreven a desafiar el frío. Claudia se cruza conmigo en la esquina.

—¿Y si lo dejamos todo de verdad? —me dice sin pararse.

—¿La Navidad o el trabajo? —le grito, pero ya no escucha.

Por un momento, me detengo y miro alrededor. Todo sigue igual: Barcelona sigue haciendo ruido, las luces siguen parpadeando, y la máquina tragaperras del bar al otro lado de la calle sigue escupiendo derrotas.

Quizá Claudia tenga razón. Quizá sea hora de dejarlo todo.

Pero no hoy. Hoy me toca abrir el bar otra vez a las siete.

«Si eres silencioso sobre tu dolor, te matarán y dirán que lo disfrutaste» (Zora Neale Hurston, nacida el 8 de enero de 1891 para ser pobre y morir como tal: en tiempo ser negra e inteligente era sinónimo de estar condenada)

Y hoy no felicito a nadie. Bueno a los que compusieron (y cantan) la canción del vídeo que me ha servido como anillo al blog para musicar el relato.

El primer dia de la resta de la meva vida

El sol esclatava a través de la finestra, pintant l'habitació d'una càlida llum daurada. Era com si el món s'hagués reconfigurat durant la nit, com si cada àtom s'hagués alineat en perfecta harmonia. Un vent fresc bufava a la cara, portant amb ell la promesa d'un nou començament. Se sentia viu, més viu que mai. Era el primer dia de la resta de la seva vida, i tot era possible.

 

 

 

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