LA PATADA VIRAL
(Solo es mío el relato)
La tarde comenzaba a enfriarse cuando el desfile avanzaba entre aplausos y olor a castañas asadas. Yo llevaba horas caminando bajo las luces titilantes, soportando el peso de la carroza, mientras los niños gritaban nombres que nunca entenderé y los adultos apuntaban sus móviles hacia mí como si estuviera a punto de dar un discurso. El espectáculo continuaba, pero mi mente divagaba en lo simple: ¿sería mucho pedir un poco de agua fresca? Fue entonces cuando ocurrió.
El paje, aquel tipo con actitud superior, tropezó con una bolsa de caramelos tirada en el suelo. Yo, por inercia, giré un poco la cabeza, quizá buscando algo de interés entre tanto ruido. Él, en un despliegue de lo que imagino consideraba autoridad escénica, me propinó un rodillazo en plena cara. Sí, ahí, entre los cuernos y los ojos.
El impacto resonó como un eco hueco, no tanto por el golpe —que dolió, no lo niego—, sino por la incredulidad que se apoderó del momento. Los asistentes guardaron silencio durante un segundo eterno. Después, las cámaras hicieron su trabajo, capturando no solo la agresión sino la expresión del paje, mezcla de frustración y un toque de autocomplacencia, como si pensara: "Este buey lo tenía merecido."
Esa noche, el video llegó a X (porque ya no se llama Twitter, como si eso solucionara algo). Las notificaciones explotaron como fuegos artificiales. Titulares chispeantes llenaron las pantallas: “Rodillazo real: el escándalo en la cabalgata de Granada”, “PACMA exige justicia para el buey agredido”, “Opiniones divididas: ¿acto de disciplina o maltrato?”.
La cosa escaló rápido. A la mañana siguiente, yo era una celebridad. Algunos decían que era el rostro (¿hocico?) de la resistencia animal, símbolo de un movimiento que pedía respeto y dignidad para los de mi especie. Otros, más creativos, hicieron memes con el paje en plan gladiador enfrentándose a mí, el “Toro de Troya”.
Mientras tanto, el paje dio una entrevista. “Fue un malentendido”, balbuceó, sudando como si estuviera tirando de mi carroza y no al revés. “El buey me miró raro, y bueno, reaccioné.” Un comentarista en un programa matutino opinó que tal vez yo había provocado al pobre hombre, porque claro, un buey de quinientos kilos siempre es sospechoso de conspiración.
En las calles, los murmullos sobre mi “acto heroico” se mezclaban con el hedor a churros rancios. Los más jóvenes organizaban manifestaciones: pancartas con mi foto —¿quién tomó esa foto?— junto a frases como “No más rodillazos” y “Respeto para los animales”. Los más cínicos, en cambio, aprovechaban para vender camisetas con mi rostro estampado, bajo el lema: “La resistencia tiene cuernos”.
¿Y yo? Seguía en el establo. Nadie se molestó en preguntar cómo me sentía. El golpe aún me dolía, aunque el verdadero peso lo llevaba en el alma. Había tirado de esa carroza como un autómata toda mi vida, soportando más de lo que cualquier ser vivo debería, y no fue hasta que un humano me golpeó que alguien reparó en mi existencia.
Los días pasaron, y la indignación colectiva se desinfló, como siempre ocurre. PACMA presentó su denuncia, que quedó archivada en algún despacho de granito gris, probablemente entre un informe sobre residuos orgánicos y otro sobre ruido ambiental. El paje volvió a su anonimato, mientras yo, el buey viral, regresé a la rutina. Sin aplausos, sin cámaras. Solo el silencio, roto por algún ocasional gruñido de mi compañero de establo.
A veces pienso en el rodillazo y en cómo un momento de violencia se transformó en espectáculo. Y me pregunto: ¿esto es todo lo que necesitamos para que los humanos vean lo que somos? ¿Un golpe? Porque, si es así, me pregunto cuánto más tienen que golpearme para que las cosas realmente cambien.
Mejor no contesto. Podría volver a ser tendencia.
«El que no sabe disimular, no sabe reinar» (Gaspar de Guzmán, más conocido como el conde-duque de Olivares y nacido el 6 de enero de 1587; menudo regalo de reyes les dieron a los espanyoles de la época donde no se ponía el sol)
Y que cumplas muchos más de los 87 de hoy; sigue pasándotelos trabajando porque llegarás a viejo muy satisfecho... y vosotr@s también, que tenéis que pagar las pensiones.
Dilluns sense sopar
A casa d’en Joan, el silenci tenia gust de pa sec. Des que la fàbrica tancà, la Maria li retirà els petons i els fideus a la carbonara. "Qui no treballa, no fa l’amor", xiuxiuejava amb un somriure tallant mentre estenia la roba.
Ell, amb les mans brutes de res, somiava torns de nit i sous que ja no existien. Una tarda, es presentà amb una caixa d’eines robades i un somriure tort. "Torna’m el teu amor, Maria", digué. Ella, amb un plat buit entre les mans, només sospirà: "Primer, repara el cor que em vas trencar".
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