EL JARDÍN DE LAS ARRUGAS
Nadie recuerda el momento exacto en que dejó de ser la norma ocultarlas. Quizás fue un post viral, una foto filtrada de alguna celebridad que decidió mostrarlas como si fueran trofeos. Lo cierto es que, para cuando Lina decidió dejar el bótox, el mundo ya había comenzado a murmurar otra verdad: las arrugas no eran un fracaso, sino un mapa.
Lina tenía 38 años y media vida escrita en su rostro. Las líneas alrededor de su boca dibujaban las risas que se negó a sofocar, aunque alguna vez pensó que debía hacerlo. Las que se formaban en su frente eran los surcos de noches en vela, planeando cómo sostener un negocio que tambaleaba. Pero su favorita estaba justo al borde de su ojo izquierdo, una línea curva y delicada, como un pétalo seco. Esa arruga llevaba el nombre de Julia, su hija, y el peso de haberla criado sola.
Había pasado cinco años visitando religiosamente a la clínica de estética del centro. El lugar olía a menta y alcohol, y las agujas eran tan finas que casi parecían caricias. Lina siempre salía de allí con la piel tersa, como un lienzo nuevo. Pero, en algún momento, algo cambió. Quizás fue la vez que la doctora le dijo que las líneas en su cuello necesitaban "atención inmediata". Quizás fue el día que Julia, mientras jugaban, le preguntó si también podría "arreglarse la cara" cuando creciera. Fuera lo que fuera, Lina supo que ya no quería esconderse.
El primer mes fue duro. Cada mañana, al mirarse al espejo, sentía que algo en su rostro le reprochaba la decisión. Las arrugas parecían más profundas bajo la luz del baño. "Pareces cansada", le dijeron en el trabajo. "¿Te sientes bien?", preguntaron en una cena. Lina sonrió, aunque no sabía si era por orgullo o para contener las lágrimas.
Al tercer mes, algo cambió. Estaba en un café, mirando a Julia jugar con los colores de su batido de fresa, cuando notó a la mujer en la mesa de al lado. Era mayor, con cabello gris y un rostro lleno de pliegues. Pero había algo en su expresión que la detenía: una serenidad que no se compraba en clínicas ni se lograba con filtros. Lina miró su reflejo en la ventana. Por primera vez, no quiso apartar la vista.
Esa noche, tomó un pincel y comenzó a pintar. No rostros lisos ni cuerpos perfectos, como solía hacer cuando estudiaba Bellas Artes, sino hojas secas, flores marchitas, ramas con grietas. Cada pincelada parecía liberar algo en su interior, un reconocimiento de que había belleza en lo que se rompía, en lo que crecía a su manera.
Las semanas pasaron, y Lina llenó su apartamento con esas pinturas. Cuando una amiga le pidió que expusiera su trabajo, titubeó. "Es solo un experimento", dijo, pero al final aceptó. La galería era pequeña, con paredes blancas y una iluminación cálida. Las personas recorrían las piezas en silencio, y Lina, en una esquina, observaba sus reacciones con las manos temblorosas.
Cerca del final de la noche, una mujer mayor se detuvo frente a una de las obras: un retrato abstracto que Lina había llamado El Jardín de las Arrugas. Era una maraña de líneas que parecían bailar sobre el lienzo, entrelazándose como raíces profundas.
—¿Qué ves ahí? —preguntó Lina, sin pensar.
La mujer sonrió, y sus ojos, rodeados de pliegues, brillaron con algo que Lina reconoció al instante.
—La vida —respondió.
Cuando la galería cerró, Lina caminó hasta su casa con Julia de la mano. Esa noche, se miró al espejo una vez más. No eran solo arrugas. Eran marcas de lo que no quiso olvidar.
«El que no se atreve a agarrar la espina nunca debería anhelar la rosa» (Anne Brontë, nacida el 17 de enero de 1820 no tuvo tiempo de marchitarse en los 29 años que estuvo en este “jardín” de lágrimas)
Y que cumplas muchos más de los 82 de hoy, tu que enseñaste a bailar a nuestros abuelos, bueno, a nuestros padres... ¿o eran nuestro hermanos mayores?. En fin, ahí lo dejo para que aprendáis a bailar.
Ball a la llum de la lluna
La nit s’estenia com una manta vellosa, embolcallant el poble en un silenci profund. Tot era calma, excepte el ritme insistent del seu cor. Es va aixecar de la cadira i, sense pensar-s'ho dues vegades, va sortir al carrer. La lluna, com un gran ull brillant, il·luminava suaument el camí cap a la platja. Allà, amb els peus descalços a la sorra, va deixar que el ritme de la música invisible el guiés. Va ballar sota la lluna, lliure i feliç, com si fos l'únic ésser viu en tot l'univers.
Molt bo, texto y música!👏
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