sábado, 18 de enero de 2025

LA MEMORIA DE OTROS

 

David estacionó el coche frente al edificio, una torre anodina de ladrillo gris que se levantaba entre un taller mecánico y una tienda de colchones. Apagó el motor, pero se quedó sentado un momento más, con las manos sobre el volante. A través del parabrisas, las ventanas del primer piso brillaban con una luz cálida, casi tentadora, que contrastaba con la tarde opaca y fría.

Se pasó la mano por el cabello y suspiró. “Solo estoy mirando”, se dijo, aunque sabía que no era verdad.

El letrero en la puerta de vidrio decía: "Memorias Compartidas. Revive lo que nunca viviste."

Dentro, el aire olía a desinfectante, mezclado con un perfume dulce, artificial, como a flores de plástico. David se detuvo en la recepción, donde una mujer con gafas redondas y cabello recogido le sonrió de manera profesional. Su sonrisa no llegó a los ojos.

—¿Primera vez? —preguntó.

David asintió, sintiendo el peso de su abrigo como una carga innecesaria.

—Por aquí, entonces.

Lo llevó a una sala pequeña con paredes beige y una única silla frente a una pantalla. En la mesa había un cuaderno negro y un bolígrafo. La mujer le ofreció café, pero David lo rechazó. No quería añadir más amargura a la que ya llevaba dentro.

—Escriba la memoria que le gustaría vivir. Sea lo más detallado posible.

David se quedó mirando el cuaderno. Pensó en su infancia, en su padre ausente, en las conversaciones que nunca tuvo, en las vacaciones que siempre soñó pero que jamás ocurrieron. Sus manos temblaron mientras empezaba a escribir: “Un verano en la playa con mi madre, los dos riendo mientras recolectamos conchas. Ella me enseña a nadar. El sol calienta mi espalda y el agua es cristalina…”

Mientras escribía, su respiración se volvió más pesada. Recordó cómo su madre siempre trabajaba, cómo el único sonido en la casa era el de la televisión encendida para llenar el silencio.

Cuando terminó, entregó el cuaderno a la mujer. Ella asintió, hojeó las páginas y lo llevó a una cabina con un sillón reclinable. Una máquina parecida a un casco de realidad virtual colgaba del techo.

—Será como si siempre hubiera sido su memoria —le aseguró.

David cerró los ojos mientras el casco descendía. Escuchó un zumbido suave y sintió un calor extraño en las sienes, como si algo invisible se deslizara dentro de su cabeza.

De repente, estaba allí: en la playa, con su madre joven, riendo mientras recogían conchas. Podía sentir el calor del sol en la piel, el agua fría en los pies, el sonido de las olas mezclado con la voz de su madre. Su risa era real, como si siempre hubiera estado allí, aunque sabía que nunca lo estuvo.

Cuando volvió a la sala, la mujer le entregó un espejo pequeño.

—Revise si todo está en orden.

David se miró. Su reflejo no había cambiado, pero algo en sus ojos parecía diferente, más profundo, como si hubiera vivido más de lo que realmente había vivido.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Nada. Es suyo.

Pagó en efectivo y salió al frío de la calle. De regreso al coche, el recuerdo aún flotaba en su mente como un sueño que se negaba a disiparse. Cerró los ojos y volvió a la playa: su madre, las conchas, las olas. Pero esta vez, algo se sentía… hueco. Como si detrás de esa memoria perfecta hubiera una sombra, un eco que no terminaba de encajar.

Esa noche, en su cama, intentó recordar algo más, algo verdadero. Las noches viendo televisión, el olor de la cocina de su madre al llegar del trabajo. Pero las imágenes parecían más borrosas, más lejanas.

Se sentó en la oscuridad, con las manos temblando. Pensó en volver al lugar, comprar otra memoria, llenar ese vacío que ahora parecía más grande que antes.

En la mesita de noche, el espejo que le dieron en la tienda reflejaba su rostro. Se miró fijamente y, por un momento, no reconoció al hombre que veía.

«La diferencia es la esencia de la humanidad. La diferencia es un accidente del nacimiento y, por lo tanto, nunca debe ser la fuente de odio o conflicto. La respuesta a la diferencia es respetarla. Ahí radica un principio fundamental de la paz: el respeto por la diversidad» (John Hume, nacido el 18 de enero de 1937 para ser premio nobel de la paz en 1998 y respetar las diferencias)

Y que cumplas muchos más de los 85 de hoy y puedas dilucidar de una vez si te quedas en la orilla blanca o en la orilla negra.


Entre dues aigües

La platja s'estenia, una dualitat de sorra. Blanca, on els somnis s'esmunyien entre els dits; negra, on les angoixes s'enfonsaven en les profunditats. Ella, a la frontera, mirava l'horitzó. Cada onada era un record, cada petxina, una promesa trencada. El vent, com un sospir, li arrossegava els cabells, mentre la lluna, impassible, il·luminava la seva solitud.

 

 

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