EL ÚLTIMO ABRAZO DE LO IMPOSIBLE
El tren se detuvo en la estación de Paseo de Gracia con su habitual traqueteo metálico. Entre la multitud que subía y bajaba, Lucas ajustó la bufanda sobre su cuello como si quisiera defenderse de algo más que el frío de enero. Había leído sobre la nueva moda del cuddlegasm esa misma mañana, entre sorbos de un té matcha que había prometido no pedir nunca más, pero al que seguía volviendo como quien no sabe renunciar a un mal hábito.
"Abrazos que estremecen", decía el titular. La idea le parecía a la vez absurda y brillante, como un concepto de esos que alguien convierte en negocio mientras los demás se ríen. Pero en su caso, el artículo le había removido algo más profundo, como si destapara una caja olvidada. Abrazar, en su mundo, era un idioma perdido. No recordaba la última vez que alguien lo había tocado más allá de un apretón de manos, un roce accidental en el metro o los controles de seguridad en el aeropuerto.
Decidido a probar el experimento, esa tarde se plantó frente a la entrada de un evento etiquetado como Cuddle Night BCN. Un grupo diverso de personas, desde veinteañeros con sudaderas de colores hasta jubilados con calcetines gruesos, se deslizaba dentro del local como si entraran a un confesionario colectivo. Lucas suspiró y dio un paso al frente. No sería peor que las reuniones de afterwork que evitaba como si fueran juicios sumarísimos.
Adentro, la luz era cálida, tamizada por lámparas de papel que parecían flotar en el aire. En una esquina, una mujer con voz dulce explicaba las reglas básicas: consentimiento, respeto y, sobre todo, dejarse llevar. "Un abrazo es como una conversación", decía, "pero sin palabras". Lucas pensó en cuántas conversaciones había abandonado a mitad, cansado de traducir sus pensamientos a algo digerible.
La primera dinámica era simple: cerrar los ojos y extender los brazos. Sintió un roce tímido primero, y luego, un abrazo completo, un extraño que lo envolvía con una mezcla de torpeza y calor. Al principio, su mente escaneó la situación como un antivirus paranoico. "¿Demasiado cerca? ¿Qué pensarán? ¿Esto es ridículo?" Pero, lentamente, algo cedió. El calor traspasó las capas de juicio y se quedó ahí, justo donde había un vacío al que ni siquiera había puesto nombre.
Una hora después, estaba tumbado en una especie de montaña humana, riendo por primera vez en meses. Había algo absurdamente liberador en renunciar al lenguaje, en dejar que el cuerpo hablara por él. Los cuddlegasms no eran tanto un placer físico como una descarga emocional: un recordatorio de que las murallas que construyó para protegerse también lo habían aislado.
Cuando salió al frío de la noche barcelonesa, algo había cambiado. No era mágico, ni siquiera trascendental, pero sí lo suficiente como para sentir que su cuerpo había sido reprogramado, aunque solo fuera un poco. Por primera vez en mucho tiempo, al subirse al tren, no evitó el contacto visual con el hombre que ocupaba el asiento frente al suyo. Incluso esbozó una pequeña sonrisa, tan inesperada que el hombre le devolvió otra, como un reflejo.
El vagón siguió su curso, los raíles susurraban como si contaran historias antiguas, y Lucas, envuelto en su bufanda, sintió algo nuevo. Era cálido, suave y se parecía mucho a un abrazo. Pero esta vez, venía de dentro.
«Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestra tumba serán las de las palabras no dichas y las de las obras inacabadas» (Harriet Beecher Stowe, nacida el 14 de enero de 1811 acabó todo lo que escribió aunque se fue sin saber si le habían dicho todo)
Hoy el cantante de los Four Tops hubiese cumplido 89 años pero se quedó en 69. Tuvo tiempo de abrazarnos a much@s con su canción.
Abraça’m (Estic aquí)
La veu li tremolava, però no era de por. Era d’amor. Ell va fer un pas endavant, allargant la mà. Ella vacil·lava, atrapada entre els crits de la tempesta i el buit d’un futur incert. “Només confia,” va murmurar ell, amb el cor bategant com el tambor d’una batalla. Ella es va llançar, no al precipici, sinó als seus braços, que l’esperaven com una promesa feta carn. La pluja els va mullar fins l’ànima, però res importava. Allà, sota el cel enfurismat, només hi havia dues mans entrellaçades i una veu suau que deia: “Estic aquí.”
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