lunes, 13 de enero de 2025

EL BESO QUE NADIE SUPO DAR


Lo conocí un jueves, mientras el viento jugaba a colarse entre los botones de mi abrigo y me hacía sentir desnuda, aunque no lo estuviera. Era un día gris, de esos que cargan el peso de lo que no se dice. Caminaba entre la multitud, cada rostro tan idéntico al anterior que parecían haber sido moldeados por el mismo silencio. Hasta que lo vi.

Su presencia no era llamativa, pero su mirada sí lo era, como el primer rayo de sol que te despierta en la mañana, aún tibio, aún incierto. Lo observé de reojo mientras él, sin prisa, hojeaba un libro en una esquina de la pequeña librería que apenas iluminaba la acera. Algo en su manera de pasar las páginas me recordó a alguien que acaricia una piel ajena por primera vez, con esa mezcla de curiosidad y reverencia.

No sé por qué entré. Quizás fue el eco de mis pasos, que se sentía más humano al acercarme. Nos cruzamos entre estantes. El aire se comprimió en mi garganta. Él levantó la vista, y en un gesto tan fugaz como una ola al romperse, sonrió. No dije nada. No dijo nada. Pero algo de su expresión me desnudó más que el viento. Me pregunté si alguna vez había sabido realmente lo que era un beso.

No hablo del roce de labios, de ese gesto automático que damos a la ligera. Hablo del beso que te desordena las raíces, el que te hace olvidar cómo respiras. ¿Quién sabe hoy en día lo que es eso? En este mundo de mensajes de texto y notificaciones, el tacto se ha convertido en un eco lejano, una sombra. Pensé en mi última relación, en cómo nuestros cuerpos habían sido una coreografía sin música, movimientos vacíos que no lograban llenarme.

—¿Te puedo ayudar con algo? —preguntó él. Su voz rompió mi pensamiento como un vidrio que cae al suelo.

Era grave, un poco ronca, como si su garganta no estuviera acostumbrada a pronunciar algo tan simple. No respondí de inmediato; supe que mi silencio decía más de mí que cualquier palabra.

—No lo sé… quizá buscaba esto —dije finalmente, tomando el libro que él sostenía.

Sus dedos rozaron los míos. Era un roce mínimo, pero lo sentí como un incendio.

Había calor, pero también ausencia, un vacío que solo alguien igual de incompleto podría comprender. Me ofreció el libro, y por primera vez me atreví a mirarlo directamente. Sus ojos eran como el agua en calma, profundos y sin pretensiones, pero reflejaban algo que reconocí de inmediato: la soledad que respira en cada rincón de esta ciudad.

—Gracias —murmuré.

Pero lo que realmente quería decir era: ¿alguna vez has besado como si el tiempo se detuviera?

Cuando salí de la librería, sentí que el aire había cambiado. Me giré, y él seguía ahí, entre los estantes. No me siguió. No me buscó. Solo se quedó, como una pregunta que nunca se formula.

Esa noche, mis sueños fueron un mapa de sensaciones olvidadas. Sus manos, aquellas que apenas me habían rozado, se volvieron una corriente que recorría mi piel con la lentitud del agua cuando encuentra su cauce. En el sueño, sus dedos se deslizaban por mi cuello, tan despacio que casi dolía. Su aliento, cálido y húmedo, trazaba un camino invisible sobre mis clavículas, como si quisiera memorizarme antes de perderme.

En el silencio de mi mente, sus labios encontraron los míos, primero con la suavidad de una pluma cayendo, luego con la firmeza de quien sabe que ese instante será el único. Sentí el sabor del deseo, ácido y dulce, como la fruta que muerdes sin saber si está madura. Mi cuerpo, despierto en el sueño, tembló al ritmo de un tambor lejano que parecía surgir de sus manos, de su boca, de su pecho.

Desperté antes del amanecer, con el sabor de lo irreal aún en mi lengua y las sábanas ardiendo contra mi piel. La ausencia se sentía física, un vacío que pesaba más que cualquier caricia real.

Volví a la librería varias veces, siempre con la esperanza de que él estuviera ahí, siempre con las palabras atrapadas en mi garganta. Nunca lo encontré de nuevo.

Y desde entonces, me pregunto: ¿cuántos encuentros dejamos pasar? ¿Cuántos besos nos guardamos por miedo a no saber darlos?

 «La única verdad absoluta es que no hay verdades absolutas» (Paul Feyerabend, nacido el 13 de enero de 1924 para decir en toda su vida –más de 70 años- una sola verdad absoluta)

Hoy Katy Perry no cumple años, tampoco se ha trasladado a la habitación de al lado y no ha lanzado un nuevo disco; pero esta canción le pega muy bien al relato de hoy.

L'únic que se'n va anar

Aquell estiu semblava infinit. La sorra cremava sota els nostres peus mentre prometíem secrets que mai confessaríem. Les postes de sol eren foc i or, i el món s'acabava als límits del nostre riure. Però el temps, traïdor, va apagar la llum dels dies llargs.

Ara, vint hiverns després, una nota fugaç a la ràdio em porta la seva veu: l’eco d’una vida que no vam viure. Somric, trist. Sempre serà ell, l'amor que es va escapar, el somni que mai va despertar.

La cançó s’acaba, però el record perdura.


 

 

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