LA MÁSCARA QUE TODOS QUERÍAN
En un mundo obsesionado con las apariencias, la máscara de Anselmo fue un éxito rotundo. No había forma de ignorarla. Ocultaba cualquier defecto, destacaba cada virtud y, lo mejor de todo, tenía un botón que permitía cambiar de personalidad según la ocasión. ¿Querías aparentar ser un genio en una conferencia de tecnología? Solo tenías que presionar el botón de “Erudito Visionario”. ¿Preferías seducir en una gala? Entonces, “Misteriosa Sofisticación” hacía todo el trabajo por ti.
Anselmo no era más que un vendedor ambulante en sus inicios, alguien que descubrió demasiado tarde que la humanidad no valoraba la verdad, sino el espectáculo. Fabricar máscaras fue su respuesta irónica, un chiste que la sociedad decidió tomarse demasiado en serio.
—Esto es lo que siempre soñaron —proclamó mientras sostenía una máscara dorada en la Feria de Innovación de Sevilla. Los asistentes, desde figuras influyentes hasta aspirantes a influencers, se arremolinaron a su alrededor como moscas atraídas por el azúcar.
La primera remesa se agotó en cuestión de minutos. La fila para hacer pedidos se extendía hasta salir del recinto, formando una larga serpiente que parecía una broma del destino. En un rincón, un hombre sudoroso gritaba:
—¡Pagaré el doble! ¡No, el triple! ¡Es mi cara o mi vida!
Pero la máscara no solo transformaba la apariencia. Con el tiempo, también empezó a cambiar la percepción. Los usuarios se sentían más atractivos, más altos, más inteligentes. Anselmo ni siquiera necesitaba publicidad; las máscaras se vendían solas. Todo el mundo quería verse como alguien más.
En menos de un año, la máscara dejó de ser un accesorio exclusivo para convertirse en una obligación social. En reuniones laborales, si no llevabas una, tus colegas te ignoraban. En las bodas, los invitados murmuraban sobre el pobre infeliz que había aparecido con su rostro real.
Las redes sociales se llenaron de tutoriales para combinar máscaras con atuendos, estados de ánimo e incluso fondos de pantalla. Una empresa llegó a ofrecer un servicio de suscripción por 500 euros al mes, con una máscara nueva cada semana.
Finalmente, el gobierno intervino. La ministra de Cultura, con una impecable máscara blanca que irradiaba seriedad (modelo “Justicia Incuestionable”), anunció que sería obligatorio usar máscaras en eventos públicos.
—La igualdad estética es la base de la paz social —declaró, mientras los reporteros asentían sin atreverse a cuestionarla.
Las salas de cirugía plástica quedaron vacías; en su lugar, la gente hacía filas interminables para adquirir máscaras. Los fabricantes de maquillaje quebraron, mientras que los nuevos millonarios de las máscaras anunciaban alianzas estratégicas con marcas tecnológicas y plataformas de streaming.
Todo parecía ir bien hasta que surgieron las imitaciones. Las máscaras baratas inundaron los mercadillos y la web oscura. Estas versiones defectuosas se fusionaban con la piel tras un tiempo. Un día, alguien intentó quitarse una y descubrió, horrorizado, que su rostro original había desaparecido.
Anselmo, ahora multimillonario, observaba desde su ático en Marbella cómo la sociedad que había transformado se desmoronaba. Las calles estaban llenas de rostros idénticos, inexpresivos, porque las máscaras no podían llorar. Los hospitales se saturaban con pacientes que exigían recuperar sus antiguos rostros, mientras los psicólogos colapsaban bajo el peso de diagnósticos de “pérdida de identidad estética”.
Una noche, Anselmo salió a caminar. Llevaba una máscara sencilla, de un modelo antiguo que nadie usaba ya. Por supuesto, nadie lo reconoció, pero tampoco nadie lo notó. Era como si no existiera.
En
una esquina, vio a un grupo de manifestantes con pancartas que decían:
“Queremos nuestras caras de vuelta.” “La verdad está debajo.”
Pero al acercarse, notó que todos llevaban máscaras. Eran, al igual que su causa, una contradicción andante.
—¿Por qué no se las quitan? —preguntó.
Un hombre lo miró fijamente a través de unos ojos vidriosos, detrás de una máscara modelo “Desafiante Rebelión”.
—¿Y arriesgarme a ser irrelevante? —respondió, con incredulidad en su tono.
Esa noche, Anselmo decidió deshacerse de todas sus máscaras. Pero al mirarse en el espejo, no reconoció el rostro que vio. No era suyo. No recordaba cuándo lo había perdido ni quién lo llevaba ahora.
En la penumbra, una máscara nueva y brillante descansaba sobre la mesa de su salón. No recordaba haberla comprado, pero allí estaba, con una etiqueta que decía: “La última máscara que necesitarás”.
Sin saber por qué, se la puso.
En ese instante, todo desapareció: la duda, la culpa, incluso su nombre. Anselmo ya no era nadie, pero, al mismo tiempo, podía ser quien quisiera.
Y eso, tal vez, era suficiente.
«Nací sin saber por qué. He vivido sin saber cómo. Y muero sin saber cómo ni por qué» (Pierre Gassendi, nacido, sin enterarse, el 22 de enero de 1592 para no tener objetivos en su paso por este mundo. La frase me ha puesto mal cuerpo)
Y hoy pongo esta canción porque alguien me ha comentado que le va que ni pìntada al relato: los amigos de Keane cantan del cambio constante y la sensación de quedarse atrás, algo que podría experimentar cualquier persona atrapada en un mundo donde las máscaras dictan quién eres.
L’últim reflex
Al matí, en Pau es mira al mirall i troba uns ulls que ja no reconeix. Tothom al seu voltant corre cap endavant: nous somnis, noves cares, vides que semblen brillar. Ell es queda enrere, atrapat en un ritme que no sap ballar.
Un dia, mentre la ciutat es mou al seu voltant com una pel·lícula accelerada, en Pau descobreix que el mirall no reflecteix res. Ni ell, ni ningú. Amb les mans tremoloses, es gira cap a la multitud i entén que, mentre els altres canviaven, ell es va esborrar.

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