jueves, 23 de enero de 2025

EL INFLUENCER INMORTAL

A nadie le sorprende que la primera persona en alcanzar la inmortalidad fuera un influencer. Era cuestión de lógica: si las redes sociales habían transformado a los humanos en estadísticas andantes, ¿quién sino ellos sería el primero en negarse a desaparecer?

Max Santos, alias @MaxImortal, comenzó su reinado digital con un sencillo video de maquillaje en 2023. Para 2030, era un ícono global. No por su talento, claro, sino porque había perfeccionado la única habilidad que importa en este mundo: la capacidad de hacer que todos hablen de ti, incluso si lo que dicen es que apestas.

Pero, como todo influencer, Max tenía un miedo que superaba al de cualquier otra cosa: la irrelevancia. Así que cuando un oscuro laboratorio biotecnológico le ofreció el primer implante neural de longevidad digital, lo aceptó sin dudar. “Seré relevante para siempre”, dijo en su streaming, mientras millones de corazones digitales flotaban en la pantalla.

El procedimiento fue un éxito. El implante no solo retardó el envejecimiento de su cuerpo, sino que también conectó su mente directamente a las redes sociales. Max ya no tenía que pensar en qué publicar; ahora cada uno de sus pensamientos era contenido. Sus emociones, sus miedos, incluso sus sueños se transmitían en tiempo real a sus 900 millones de seguidores.

Al principio, fue perfecto. Cada selfie era una obra maestra instantánea. Cada lágrima, un viral. La gente hacía fila para donar sus órganos a Max, "por si acaso". Y cuando apareció en un desfile de modas con una camiseta que decía “YO VIVO, TÚ MUERES”, las ventas de la marca aumentaron un 700%.

Pero pronto, las cosas comenzaron a descontrolarse.

Un día, mientras transmitía en vivo su desayuno (un aguacate mutante sobre una tostada de oro comestible), Max notó algo extraño: las caras de sus seguidores en los comentarios eran las mismas. Mismas sonrisas, mismos filtros, mismos emojis.

Al principio pensó que era un fallo técnico. Pero entonces lo entendió: las personas estaban dejando de ser individuos. En su obsesión por imitarlo, todos habían comenzado a parecerse entre sí, como versiones baratas de una idea que nunca fue buena.

Para 2050, Max había dejado de comer, de dormir y de hablar con otros humanos. Ya no necesitaba hacerlo. Su implante gestionaba cada interacción, optimizando su vida para el engagement. Pero algo seguía faltando.

Fue entonces cuando decidió romper la última barrera. Invirtió toda su fortuna en la construcción de un mausoleo digital: El Museo de Max, una plataforma donde los recuerdos de su vida estarían disponibles para siempre. Pero había una condición: solo existiría si él mismo lo curaba, en tiempo real, por el resto de la eternidad.

“¡Voy a redefinir la historia humana!” proclamó en un streaming de 72 horas, mientras mostraba el holograma de su mausoleo. Sus seguidores, ahora una masa homogénea de avatares idénticos, aplaudieron en silencio.

El primer millón de años pasó rápidamente. Max ajustaba los recuerdos, eliminaba comentarios negativos, añadía filtros a sus antiguos videos. Pero pronto se dio cuenta de algo aterrador: no recordaba quién había sido antes de los streams.

Sus memorias más antiguas habían sido editadas tantas veces que eran irreconocibles. ¿Había tenido padres? ¿Amigos? ¿Alguien lo había amado de verdad, más allá de los likes y los corazones?

Para el año 1.5 millones, Max intentó desconectarse. Pero su implante no lo permitió. “La inmortalidad es una elección permanente”, decía el contrato que firmó en aquel laboratorio.

Hoy, Max sigue transmitiendo. Su rostro es joven, pero sus ojos, vacíos, parpadean con un tic nervioso cada vez que el contador de seguidores fluctúa. Las redes sociales han evolucionado tanto que la mayoría de sus espectadores ya no son humanos. Algoritmos, bots y entes artificiales analizan sus transmisiones, sin emociones, sin juicio.

En la última transmisión que aún es visible para los humanos, Max susurra algo mientras observa un espejo en su mausoleo. Su imagen está perfecta, como siempre. Pero detrás de su reflejo hay un hombre que no reconoce, un hombre que tal vez nunca existió.

La transmisión se corta antes de que termine la frase.

«Rompe un jarrón, y el amor que vuelve a ensamblar los fragmentos es más fuerte que el amor que daba por sentada su simetría cuando estaba entero» (Derek Walcott, nacido el 23 de enero de 1930 para ser premio nobel de literatura en 1992. Cuenta la leyenda que no rompió nunca un plato; solo jarrones)

Y que cumplas muchos más de los 72 de hoy, echándole un pulso a la vida... como por aquí hacen algun@s.

Silenci en la terra promesa

En aquest país, les terres eren verdes i les promeses eren d’or. Però ningú veia la pols que cobria les mans. Ells somrien, mentre els camps es feien més petits i les ciutats es menjaven els somnis. Ells deien "tot anirà bé" i les seves paraules s’escolaven com aigua entre els dits. Algú, des de la finestra, va cridar a l'aire. Però el vent va emportar la veu abans que pogués arribar a algú. I en aquest país, on tot sembla perfecte, només quedava silenci.


 

 

 

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