viernes, 24 de enero de 2025

 SACOS LLENOS

Me senté en el banco de madera del parque, el único que quedaba bajo la sombra de un olmo. A mi lado, un anciano lanzaba migas de pan a unas palomas que ni se molestaban en fingir miedo. Todo a mi alrededor olía a pan viejo y tierra húmeda, una combinación que me arrastraba a los recuerdos de mi infancia. El crujido de las hojas bajo mis pies marcaba el ritmo de mi respiración: lento, pausado, casi ensayado. Pero mi mente no sabía de pausas.

Cerré los ojos y allí estaban: los sacos. Decenas de ellos, apilados en un rincón oscuro de mi conciencia. Sacos llenos de egoísmo. Pesaban, pero eran míos. Los había llenado con cada decisión que tomé para salvarme, para sentirme vivo, para no necesitar a nadie.

Apreté los puños mientras el viento me golpeaba la cara con un perfume de hierba cortada y desinfectante, como si el parque estuviera tratando de ocultar algo podrido. "Nadie tiene que llorar por mí", murmuré, sin mover los labios. Nadie tiene que llorar por el tipo que siempre tiene una respuesta lista, que sabe salir a flote sin que nadie lo ayude. Nadie tiene que preocuparse por alguien que nunca pregunta cómo estás, porque nunca quiere que le pregunten lo mismo.

Las palomas alzaron el vuelo de golpe, un estallido de alas y plumas que rompió el aire pesado. El anciano me miró de reojo y luego volvió a su tarea, esparciendo migajas como si fuera su última misión en la Tierra. Lo envidié por un segundo. No por su edad ni su serenidad, sino por la simpleza de su acto. Dar. Yo no daba nada.

Abrí el saco en mi mente, como quien rasga una costura mal hecha. Allí dentro estaban las caras de todos los que habían intentado quedarse, los que me habían ofrecido algo más que migajas y a quienes yo había dejado caer. La mujer que esperó meses por una llamada que nunca hice. El amigo que se cansó de entender mi silencio. Mi madre, que hablaba con las paredes cuando yo no estaba.

Me moví en el banco, inquieto. El borde de la madera me presionaba la espalda baja como un recordatorio de que no había escapatoria. “Por mí hago todo”, repetí, esta vez en voz alta. La frase se estrelló contra el tronco del olmo y rebotó hacia mí, hueca. Una mujer que pasaba con un carrito de bebé me lanzó una mirada rápida, casi temerosa, y apresuró el paso.

No me importaba. No podía importarme. Pero me importó.

Levanté la vista hacia las copas de los árboles, buscando alguna señal, un destello, un maldito respiro. Lo único que vi fue el cielo azul recortado por ramas desnudas, extendidas como dedos huesudos que intentaban alcanzarme. Tal vez sí me estaban alcanzando. Tal vez ese era el problema.

Saqué un cigarrillo del bolsillo y lo encendí, sintiendo el fuego devorar el papel antes de que el humo me llenara los pulmones. Cerré los ojos otra vez y me quedé ahí, atrapado entre el olor amargo del tabaco y la sensación punzante de que algo se había roto. No afuera. No en el banco ni en las palomas ni en las hojas. Adentro.

"Por mí hago todo", repetí, con el cigarrillo temblando entre mis dedos. El viento se llevó la frase antes de que pudiera asimilarla. Me paré. Dejé el cigarrillo en el banco, todavía encendido, y comencé a caminar.

A cada paso, sentía los sacos desmoronarse. No porque alguien viniera a vaciarlos, sino porque yo ya no podía cargarlos más. Y en ese momento lo entendí: no necesitaba que nadie llorara por mí. Pero tal vez, solo tal vez, podía empezar a vaciar los sacos yo mismo.

El sol apareció entre las ramas, perforando las sombras. Seguí caminando, con las manos vacías y los bolsillos llenos de nada.

"Por mí hago todo."

Por ahora, eso sería suficiente.

«Cuanto más sabemos, más nos damos cuenta de cuánto no sabemos» (Christian Wolff, nacido el 24 de enero de 1679 no llegó a saber la suerte que tuvo de nacer en la época que lo hizo. Hoy se hubiese dado cuenta de que era un ignorante)

Hoy no hay efemérides porque quienes cantan son eternos. Una de las mejores letras sobre la vida, el tiempo perdido y la inevitabilidad del envejecimiento.

Temps

El rellotge va fer el primer crit al matí, com una alarma de ferro fred. El cos va seguir endavant, sense adonar-se'n que cada segon s'esfumava en l'aire. El temps es desfeia com paper en flames, i l'home, atrapant la seva ombra, corria a través d'un camí ja dibuixat. Les hores passaven, el cos es feia vell, però el crit del rellotge persistia, recordant-li que el temps és una gran mentida, un record que no s'acaba de fer seu. Finalment, va entendre que el moment que més havia volgut, ja havia passat.


 

 

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