domingo, 16 de febrero de 2025

 EL CAUTIVO DE LAS REDES


Al principio, todo parecía inofensivo. "Voy a subir una foto de las gallinas", anunció mi esposa una noche, sosteniendo el móvil con el entusiasmo de quien ha descubierto una nueva misión en la vida. Yo, como todo esposo con sentido de supervivencia, asentí. ¿Por qué no? Siempre tuvo buen ojo para lo estético: zapatos, decoraciones, bandejas de crudités con un giro inesperado. Instagram no era más que una extensión natural de su talento para embellecer lo cotidiano.

Pero las gallinas fueron solo el inicio. Pronto vinieron las fotos del granero en su transición hacia un estilo rústico-chic, las imágenes de nuestro perro negro llevando sombreros Trilby, los bodegones con baguettes en bicicletas. Cada publicación parecía una estampa sacada de una revista de lifestyle. No pasó mucho tiempo antes de que los seguidores se multiplicaran como gremlins en una piscina.

Me convertí en asistente de producción. "Sujeta esta linterna", "Pon la mesa como si acabáramos de desayunar en la campiña francesa", "Haz como que ríes espontáneamente mientras sostienes un vaso de kombucha de mora silvestre". Mi vieja vida quedó atrás. Ahora, mi tiempo libre consistía en lanzar fresas al aire hasta que alguna lograra entrar en la boca de nuestro hijo con la elegancia de un anuncio de yogurt orgánico.

Luego, llegaron las marcas. Regalos, colaboraciones, invitaciones. "Cariño, nos han enviado un lote de velas aromáticas de tomillo", decía ella emocionada. "Nos han invitado a una cata de aceites en la Toscana". "Nos han regalado un gallo japonés con pedigrí". Lo peor era que a la gente le fascinaba. No a mí, a ella. "¡La diosa del lifestyle!", decían los comentarios. "Quiero ser ella", "Enséñanos a vivir, reina".

Un día, las revistas llamaron. Primero fue una pequeña publicación de decoración. Luego, un medio nacional. Luego, Vogue. "Amor, me han invitado a París a un evento de embajadores de estilo", anunció mientras hacía una maleta con la eficiencia de una agente encubierta en plena huida. "¿París?", pregunté, con la boca llena de galletas (que probablemente ya habían sido fotografiadas). "Sí, es solo una semana".

A la semana siguiente, salió en televisión. Una entrevista en prime time donde hablaba de cómo transformar espacios sin perder el alma de una casa. Mientras ella sonreía en la pantalla, yo intentaba darle de comer al perro, que miraba la televisión con una mezcla de admiración y terror.

Poco después, la cosa escaló. Se mudó temporalmente a Nueva York para preparar el lanzamiento de su libro. Empezó a dar charlas, firmar contratos, diseñar una línea de productos. La última vez que la vi en persona fue en un aeropuerto, rodeada de asistentes y fotógrafos. Me abrazó con el entusiasmo de quien ve a un viejo compañero de universidad. "Eres lo mejor que me ha pasado", me susurró. "No te olvides de regar la lavanda y mantener el gallo lejos de las cortinas".

Ahora, sigo aquí. En la casa. Cuidando las gallinas. La lavanda. El gallo. A veces me piden que suba una historia a la cuenta conjunta que tenemos (bueno, que ella maneja). "Charles y su vida en el campo", lo llaman. La gente comenta: "¡Eres adorable!", "¡Un esposo tan comprensivo!", "Qué suerte tienes de ser parte de algo tan hermoso".

Sí. Mucha suerte. Aunque a veces, por las noches, mientras sostengo una linterna para iluminar la mejor parte de una tabla de quesos, me pregunto en qué momento mi vida pasó de tener privacidad a ser una colección de posts con hashtags cuidadosamente seleccionados.

Quizá en otra vida me dediqué a escribir novelas. Quizá era un hombre anónimo con un trabajo aburrido y almuerzos sin fotografiar. Pero eso ya no importa.

Mañana me toca posar con un delantal de lino para un patrocinio de mermeladas artesanales. Sonrío con resignación. El espectáculo debe continuar.

«La soledad no consiste en vivir solo; consiste en vivir con otros, con personas que no se interesan por ti» (Octave Mirbeau, nacido el 16 de febrero de 1848 y que se rodeó de gente para vivir en soledad)

Hubiese cumplido 90 años, pero la política americana le dio muchos disgustos y llegó hasta los 63. Al lado de él, una irreconocible (por lo natural) Cher con quién llegó a compartir lecho matrimonial.

Un altre dia més

El despertador va sonar amb el seu soroll de sempre, però ell ja estava despert. La va mirar. Dormia amb la boca entreoberta, com si encara xiuxiuegés el seu nom en somnis.

—Un altre dia més? —va dir en veu baixa, però ella no va respondre.

Es va aixecar, va encendre la ràdio. La mateixa cançó. They say our love won’t pay the rent…

El mateix carrer, la mateixa gent. El mateix petó abans de sortir. Però aquesta vegada, en girar la cantonada, es va aturar. No va tornar.

Ella es va despertar. Va mirar el coixí buit. La ràdio seguia sonant.

—Un altre dia més?

I va esperar.


 

 

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