EL CLUB DE LOS INVENCIBLES
Los lunes y jueves nos juntamos en el parque. "Nosotros", claro, porque llamarnos "mayores" es un insulto y "séniors" suena a torneo de golf. Somos Manuel, que aún corre maratones con rodillas de titanio; Carmen, la reina de los crucigramas y de las indirectas; Enrique, un experto en historia que se olvida de dónde dejó las llaves, y yo, Antonio, que hasta la semana pasada pensaba que los podcasts eran una enfermedad del oído.
Nos sentamos en la misma banca de siempre. Manuel llega con su camiseta de "finisher" y se estira como si mañana tuviera los Juegos Olímpicos. Carmen hojea el periódico con la mirada de quien busca errores de impresión. Enrique viene con su termo de té matcha y un discurso sobre cómo la tecnología ha matado las conversaciones. Yo, en cambio, disfruto mirar la vida pasar, convencido de que la observación es la única actividad verdaderamente segura a nuestra edad.
—¿Sabíais que los séniors espanyoles tenemos una salud de hierro? —anuncia Carmen, agitando el periódico.
—Claro, por eso me levanto crujiendo como una puerta sin engrasar —se queja Enrique.
—No, en serio —insiste ella—, nos damos un 7,2 en salud física. ¡Aprobados y con nota! Ahora, en bienestar emocional, un 4,4.
Manuel deja de estirar.
—¿Pero qué tontería es esa? Si estamos de maravilla.
Nos quedamos en silencio. La brisa mueve las hojas secas del suelo, y por un instante, me pregunto si alguien va a decirlo. Si alguien se atreverá a romper el teatro.
Porque sí, Manuel corre maratones, pero duerme solo en una cama demasiado grande desde que su mujer se fue. Carmen domina los crucigramas, pero no ha recibido una llamada de su hijo en semanas. Enrique se queja de la tecnología, pero nadie se acuerda de llamarlo porque "es un hombre independiente". Y yo... bueno, yo cuento chistes para que nadie note lo cansado que estoy de que me pregunten "¿cómo lo llevas?" con ese tono que ya da por hecho la respuesta.
Manuel suelta una carcajada.
—¿Un 4,4 en bienestar emocional? Pues habrá sido otro grupo, porque nosotros estamos fenomenal, ¿no?
Nadie responde.
Carmen cierra el periódico. Enrique bebe un sorbo de su té frío. Manuel sigue estirando, aunque ya no parece tan seguro de por qué lo hace. Yo miro el suelo y veo nuestras sombras alargadas, frágiles bajo el sol de la mañana.
—¿Os apetece un café? —pregunto.
—Venga, va —dice Enrique—, pero en un sitio con sillas cómodas, que este banco es un instrumento de tortura.
Nos levantamos despacio, cada uno acomodándose las excusas sobre los hombros. Caminamos juntos, como si realmente fuéramos invencibles, como si no fuéramos a admitir que la soledad pesa más que la edad. Pero esa es la gracia de nuestra pequeña farsa: mientras la sigamos interpretando, tal vez, solo tal vez, logremos engañarnos un rato más.
«La educación es una deuda que se debe de la generación presente a las futuras generaciones» (George Peabody, nacido el 18 de febrero de 1795 para favorecer con su dinero la educación de los más necesitados. Gracias a personas como él nuestro mundo es un poco mejor)
Y que cumplas muchos más de los 78 de hoy con tu compañera que, en tu caso se puede decir, de toda la vida. Rara avis.
Dona
Va aparèixer a la porta del bar com si algú l’hagués invocada. La llum de neó va dibuixar-ne la silueta abans que fes un pas endins. Ell, amb els colzes sobre la barra, va sentir un calfred conegut.
—Sempre arribes quan més et necessito.
Ella va somriure, com sempre. No era la primera vegada que el salvava de si mateix. Es va acostar, li va apartar el got i li va oferir la mà.
—Anem-nos-en.
I ell, com sempre, la va seguir. Perquè ella era el seu refugi, la seva àncora en la tempesta, la seva única certesa en un món incert.

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