sábado, 22 de febrero de 2025

 EL PLACER TARDÍO


Tenía cincuenta y dos años cuando me di cuenta de que el espejo no mentía, pero tampoco decía toda la verdad.

Había algo en esas arrugas que no era solo el tiempo: eran cicatrices de resistencia, líneas de fuego grabadas por cada noche en vela, cada susurro de miedo tragado en silencio. Mi piel, que la sociedad me había enseñado a ocultar, era ahora el testimonio de algo más profundo: yo estaba viva, y recién comenzaba a entender lo que eso significaba.

Cuando firmé los papeles del divorcio, la abogada —treinta y tantos, impecable, con un brillo en los ojos que me recordaba mis propias ilusiones oxidadas— me miró con lástima.

—Lo siento mucho —dijo con voz neutra, mecánica.

—No lo sienta —respondí con una media sonrisa—. Es lo mejor que me ha pasado en años.

No tenía ni idea. Si hubiera podido ver más allá del traje de oficina y las manos temblorosas con las que sujetaba mi bolígrafo, habría visto algo distinto: una chispa que, tras veinte años de matrimonio, volvía a encenderse. No por rabia. Por hambre.

Volví a casa, cerré la puerta y el silencio fue distinto. No vacío. Lleno de posibilidades.

Las primeras semanas fueron como reencontrar un idioma antiguo. Redescubrí mi cuerpo con la torpeza de una adolescente, pero sin su inseguridad. Y fue entonces cuando lo inesperado sucedió. En una conferencia aburrida sobre liderazgo empresarial, conocí a Andrés. Treinta y cuatro años, historiador obsesionado con los movimientos de liberación de los años 60.

—¿Te interesa la historia? —me preguntó mientras revolvía su café.

—Me interesa la libertad —respondí.

—Entonces estás en buena compañía —dijo con una sonrisa que parecía desarmar cualquier defensa.

Esa noche, cenamos en un restaurante pequeño, con fotos en blanco y negro de manifestaciones feministas colgando de las paredes.

—¿Sabes? —comentó mientras brindábamos con vino tinto—. A veces pienso que las verdaderas revoluciones no ocurren en las calles, sino en las camas.

Me reí, no por el comentario, sino por la forma en que lo dijo, sin pretensiones.

—¿Eso fue una propuesta o una teoría histórica? —bromeé, mirándolo por encima del borde de la copa.

—¿Y si te digo que pueden ser ambas?

Y entonces, sucedió. No fue el sexo lo que me sorprendió, sino la intensidad. La sensación de que cada caricia no borraba años, sino que los celebraba. Era distinto al sexo de los veinte, de los treinta, incluso de los cuarenta. No había ansiedad por impresionar, solo hambre de sentir.

Pero el giro, ah, el giro llegó cuando descubrí que no era yo quien le enseñaba a Andrés. Era él quien me mostraba cómo mi propio cuerpo seguía siendo un territorio inexplorado.

—¿Sabías que Simone de Beauvoir escribió cartas donde hablaba de placer sin culpa? —me dijo mientras pasábamos la noche en su apartamento, rodeados de libros y discos de vinilo.

—¿Placer sin culpa? Suena casi revolucionario.

—Más revolucionario aún es vivirlo, no solo leerlo.

Me llevó a su biblioteca y me mostró cartas entre figuras históricas que hablaban de deseo sin censura. Hombres y mujeres que habían vivido su sexualidad con la libertad que yo creía perdida. Y entendí algo crucial: la verdadera revolución no estaba en acostarse con alguien más joven, sino en reclamar el derecho a desear, sin pedir disculpas.

Ahora, cada mañana frente al espejo, no me pregunto cómo detener el tiempo. Me pregunto cuántas historias caben aún en mi piel.

Porque el sexo, el verdadero, el que te libera y te redefine, empieza —con suerte— después de los cincuenta.

«Donde solías estar, hay un agujero en el mundo, que me encuentro constantemente rodeando durante el día, y cayendo en él por la noche. Te extraño como el infierno» (Edna St. Vincent Millay, nacida el 22 de febrero de 1892 para enseñarnos el infierno de la soledad que deja “él”)

Y me han dicho por ahí que esta canción le va que ni cantada al anterior relato... a falta de efemérides y obituarios que llevar aquí.

Lliçó de fum i pell

Em deixo caure al sofà vell, la roba de punt ressegueix la pell com una carícia perduda. La ciutat batega a fora, però aquí dins, el temps s’arrossega com fum dens.

He tancat la porta a tot, fins i tot a mi mateixa. Però llavors sona ella—Give me a reason to love you—i el cor s’obre amb la mateixa facilitat amb què mai ho fa. Em recorda qui era abans de ser només ombra.

Les llàgrimes no cauen, s’evaporen. Aquest no és un plor de feblesa, sinó una promesa silenciosa: deixaré de demanar permís per ser forta, per ser tendra.


 

 

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