UNA HABITACIÓN VACÍA
Nunca pensé que la libertad sonara tan... hueca. No en el mal sentido, claro. Es un sonido distinto, como si cada rincón de mi apartamento respirara por primera vez. Las paredes, liberadas de fotos de pareja y recuerdos compartidos, ahora devuelven mis pasos con una sinceridad brutal. A veces, pienso en Emma Bovary y su insaciable búsqueda de algo que ni siquiera tenía nombre. Pero, a diferencia de ella, no tengo intención de convertirme en mártir de mis propias decisiones.
No hubo infidelidades, ni peleas escandalosas. Solo un día cualquiera me desperté y entendí que no quería más la rutina de dos cepillos de dientes en el baño. La soledad no era un castigo, sino una promesa. Una ventana abierta en lugar de una puerta que siempre chirriaba cuando intentaba cerrarse.
La ironía es que, al principio, no se siente como libertad. Se siente como vacío. Un espacio que antes estaba ocupado por el nosotros se transforma, poco a poco, en un incómodo yo. Y es ahí donde empieza el verdadero desengaño: darte cuenta de que, durante años, definiste tu felicidad a través de otra persona.
Los domingos eran los peores. Silencio, café para uno, y la televisión que no habla si no la enciendes. Hasta que, un día, el silencio dejó de ser incómodo. Descubrí que podía disfrutar de mi propia compañía sin necesidad de explicar por qué pasaba horas mirando el techo o leyendo el mismo poema de Alejandra Pizarnik en bucle. "La soledad es no poder decirla", escribió. Y aquí estoy, diciendo mi soledad en voz alta.
Las amigas preguntan con esa mezcla de lástima y curiosidad: ¿No extrañas a alguien que te abrace por la noche? Y ahí está la trampa. El abrazo, el calor, la falsa seguridad de tener a alguien cerca, incluso si hace tiempo que ese alguien ya no escucha. No, no extraño eso. Extrañaba más perderme a mí misma mientras intentaba ser la adecuada para alguien más.
Mis días ahora son un acto de creación. Viajo sin tener que coordinar agendas. Cambio los muebles de lugar sin pedir opinión. Duermo atravesada en la cama, como si el colchón entero fuera un continente por explorar. Cada pequeño acto cotidiano es una victoria minúscula que se siente enorme.
¿Y el desengaño? Ah, ese sigue ahí. Porque una parte de mí —la que aún está atada a cuentos de hadas mal contados— susurra que debería sentirme incompleta. Que alguien, en algún lugar, debería llenar este espacio. Pero tal vez el truco no sea llenarlo, sino aprender a bailar en medio del vacío.
Esta noche cenaré sola. Y por primera vez, eso no es una declaración de derrota. Es solo una cena. Con vino. Y quizás, un brindis por todo lo que he perdido... y por lo que, finalmente, he encontrado.
Y quién sabe, quizás mañana el eco de esta habitación vacía suene un poco menos hueco. O tal vez no. Pero, al menos, será mi eco.
«El único lugar donde un hombre puede estar verdaderamente discapacitado es en su mente, y un hombre que puede conquistar su propia mente tiene el mundo a sus pies» (Richard Price, nacido el 23 de febrero de 1723. No consta que conquistase su mente porque no le vieron el mundo a sus pies)
Hubiese cumplido hoy 81 años, se quedó en 70 dejándonos a Suzie Q para que la escuchásemos con tiempo.
Suzie Q
Els seus talons feien música sobre l’asfalt calent. Suzie Q, amb els cabells com fils de llum i un somriure que olorava a pecat, ballava amb el món als peus.
Jo la mirava des de l’ombra, mentre la seva risa tallava l’aire com un solo de guitarra esmolat. Cada pas seu era un cop de tambor al meu pit.
Però Suzie mai s’aturava. Girava, reia, i desapareixia en un eco de blues i suor d’estiu.
Només quedava el ritme, cru i salvatge. I jo, atrapant el fantasma del seu últim pas.
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