miércoles, 12 de febrero de 2025

 LOS DÍAS SIN TI


La primera vez que Claudia vio a Manuel después de decidir que solo se verían los fines de semana, él la besó en la entrada del hotel con una ansiedad que parecía arrastrar la semana entera en sus labios. No fue un beso romántico, sino una urgencia, un reclamo. Como si el tiempo juntos no comenzara de nuevo hasta que sus cuerpos volvieran a conocerse.

A ella le gustaba esa sensación de haber estado lejos el tiempo suficiente como para extrañarse con dolor. Se habían visto por última vez el domingo en la tarde, cuando ella recogió su bolso y salió del apartamento con una sonrisa breve, casi de disculpa. Él no protestó. Solo la vio alejarse con un cigarro entre los dedos y la resignación de quien no sabe si es él quien se está quedando o el que se está yendo.

Ahora, en la habitación, Manuel la desnudó como si el lunes hubiese sido un siglo atrás. La tomó de la cintura, le mordió el cuello, la atrapó contra la pared sin soltarle la mirada. Ella se dejó hacer, enredando las piernas en su cadera, en un intento de exprimirle todo lo que había reprimido desde el domingo. Y lo hicieron así, rápido, como si cada segundo importara más que el anterior, como si el tiempo fuera un enemigo al que había que robarle minutos.

Después, quedaron tendidos en la cama con la respiración rota, observando la ciudad a través del ventanal. Manuel encendió otro cigarro y ella se apoyó en su pecho, deslizando un dedo sobre su abdomen, marcando círculos perezosos.

—¿Lo haremos siempre así? —preguntó ella.

—Así cómo.

—Como si fuéramos amantes. Como si no nos conociéramos entre semana.

Él soltó el humo y pensó en eso. Había una lógica cruel en la idea de no compartir lo cotidiano, de encontrarse solo cuando se elegían el uno al otro, sin interferencias. Pero la lógica no evitaba que el lunes se sintiera como una resaca, un cuerpo que pesa más porque le falta algo.

—Es mejor así —respondió.

Ella asintió, sin decir nada más.

Pero cada viernes, al verse, había algo que les inquietaba. La pregunta que nunca hicieron en voz alta: ¿y si el deseo es solo una pausa? ¿Y si el amor necesita también los días sin fuego, los días de rutina, de cuerpos exhaustos al final de la jornada, de tazas de café frías olvidadas en la mesa?

Y entonces llegó ella.

Camila.

Camila era una compañera de trabajo de Claudia, de esas personas que saben escuchar demasiado bien. Un jueves, después de la oficina, Claudia terminó en un bar con ella, hablando de todo y de nada, con el vino tibio en las manos.

—¿Y no lo extrañas? —preguntó Camila.

Claudia parpadeó.

—Claro.

—No. No me refiero a extrañarlo los martes o los miércoles. Me refiero a extrañarlo en la vida real. A tenerlo al lado cuando te duele la cabeza, cuando hay que comprar comida, cuando hay que pagar las cuentas.

Claudia sonrió y tomó un sorbo.

—Tal vez por eso funciona.

Pero esa noche, en su cama, cuando la ciudad quedó en silencio, pensó en Camila. Y luego en Manuel. Y luego en lo absurdo que era que Camila estuviera en su cabeza más de lo que Manuel lo estaba.

Claudia cerró los ojos, buscando en su mente la silueta de Manuel,  su voz, la presión de su mano en su cintura. Pero lo que apareció fue la risa baja de Camila, la manera en que entrecerraba los ojos cuando escuchaba con atención, el modo en que su presencia no exigía nada, no reclamaba urgencia. Con Manuel, el tiempo era una cuenta regresiva, un reloj de arena que se vaciaba demasiado rápido. Con Camila, no había prisa, no había ausencias que dolieran. ¿Desde cuándo se había vuelto tan fácil pensar en otra piel?

No era solo su risa, ni la forma en que torcía los labios antes de decir algo mordaz. No era la conversación que flotaba fácil entre ambas, ni el calor de sus cuerpos inclinados sobre la mesa del bar. Era el peso de su presencia sin pretensiones, sin urgencia. Era la falta de una cuenta regresiva.

Los viernes dejaron de ser lo mismo. Porque Claudia había probado otro tipo de cercanía. Había compartido las horas sin urgencia, sin esa cuenta regresiva constante.

Y el problema de probar la cotidianidad es que después cuesta olvidarla.

El sábado, cuando Manuel la besó, Claudia se preguntó si un día de estos él haría la pregunta que ella no se atrevía a hacer.

—¿Quieres que me quede el lunes?

Pero la pregunta no llegó.

Y Claudia supo que había cosas que solo se preguntan en voz alta cuando ya no tienen respuesta.

El domingo en la noche, con el cuerpo todavía impregnado de Manuel, Claudia revisó su teléfono. Un mensaje de Camila flotaba en la pantalla: Mañana almuerzo. ¿Vienes?

Se mordió el labio. Podría decir que no, que estaba ocupada, que los lunes eran pesados. Pero en cambio, sus dedos escribieron algo sin pensarlo demasiado: Sí, a las dos.

El lunes, Claudia llegó al restaurante con diez minutos de anticipación. Camila la esperaba con una copa de vino a medio terminar, sonriendo con la facilidad de quien ha dormido bien.

—No sueles ser tan puntual —dijo Camila con una ceja arqueada.

Claudia sonrió y se sentó frente a ella.

—Supongo que tenía ganas de verte.

El almuerzo transcurrió con la misma ligereza de siempre, hasta que Camila dejó los cubiertos sobre la mesa y, con una sonrisa ladeada, deslizó una llave sobre el mantel.

—Me mudé el fin de semana —dijo—. Si alguna vez te cansas de los viernes y sábados, ven cualquier día de la semana. Mi puerta siempre estará abierta.

Claudia miró la llave, sintió su peso en el aire, el eco de todas las posibilidades encerradas en ese gesto. Tragó saliva. Al otro lado de la ciudad, Manuel probablemente estaba encendiendo otro cigarro, mirando el lado vacío de la cama y preguntándose si la ausencia dolía más cuando uno ya no sabía a quién le pertenecía.

«Si ya no tienes más felicidad que dar: dame tu dolor» (Lou Andreas-Salomé. Nacida el 12 de febrero de 1861 que, a pesar de su nombre, era rusa y muy generosa a tenor de lo leído en la frase)

Y que cumplas muchos más de los 56 de hoy siendo tan maja como lo eres y despreocupándote del "money".

Tot per diners

Quan la Lídia va veure el missatge de l’Adrià, va saber que era l’última vegada. "Et trobo a faltar." Sempre la mateixa frase, però ara ja no la commovia. Tot el que havia estat amor s’havia convertit en un negoci: sopars que acabaven amb factures a parts iguals, regals d’aniversari comprats amb descomptes i un futur projectat en nòmines i hipoteques.

Va somriure, bloquejant-lo. Per primera vegada en anys, va sentir-se rica.


 

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