jueves, 13 de febrero de 2025

EL DILUVIO UNIVERSAL


—Te juro que no lo soporto más, Martín. O dejas de mear en la ducha o nos divorciamos.

Lucía cruzó los brazos, desafiante. Detrás de ella, la mampara reluciente del baño separaba el mundo civilizado de la barbarie acuática. Martín, en calzoncillos y con un cepillo de dientes colgando de la boca, parpadeó un par de veces antes de responder.

—¿Nos vamos a divorciar por esto?

—Por esto y por todas las pequeñas cosas que he tolerado en silencio. Pero sobre todo por esto.

—¡Pero si la orina es estéril!

—¡No es cuestión de bacterias, es cuestión de principios!

Martín suspiró, dejando caer el cepillo en el lavabo.

—A ver, Lucía, piénsalo bien. Entras a la ducha, abres el grifo, el agua cae y… ¡es automático! Como un reflejo de supervivencia. Es como bostezar cuando ves a alguien bostezar. No puedes evitarlo.

—Claro que puedes evitarlo. Es tan sencillo como no hacerlo. No estamos en la Edad de Piedra, Martín. Hay un inodoro a cuarenta centímetros.

—Ah, sí, por supuesto. Vamos a seguir derrochando litros y litros de agua con cada descarga cuando podríamos ahorrar recursos. ¿Qué diría Greta Thunberg de todo esto?

—¡Greta Thunberg no tiene nada que ver con que seas un guarro!

La discusión avanzaba como un huracán sobre el Atlántico. Lucía enumeraba las razones higiénicas, morales y hasta estéticas por las que Martín debía reprimir su instinto acuático, mientras él replicaba con una defensa apasionada basada en ciencia, ecología y comodidad personal.

—¡Es un tema de costumbre! —exclamó Martín—. Si desde pequeños nos enseñaran a hacerlo, nadie vería nada malo. Es un tabú social, como comer insectos. ¡Pero los insectos son la proteína del futuro, Lucía!

—¿Te escuchas cuando hablas? ¿De verdad vas a comparar comer saltamontes con mear sobre mis pies cuando entro después de ti?

Hubo un silencio espeso. Martín tragó saliva.

—Técnicamente, el agua lo limpia todo.

—Técnicamente, no quiero volver a ducharme contigo.

Martín se frotó la cara. Sabía que estaba perdiendo terreno, que cada palabra lo enterraba más profundo en un pantano de indignación conyugal. Pero entonces, un destello de genialidad cruzó su mente.

—Hagamos una encuesta.

—¿Qué?

—Entre nuestros amigos. Si la mayoría está de tu lado, lo dejo. Si la mayoría está de mi lado, seguimos como hasta ahora.

Lucía entrecerró los ojos.

—Adelante. Pero prepárate para perder.

La votación tuvo lugar aquella misma noche en una cena con amigos. La mesa, inicialmente animada por conversaciones banales sobre vacaciones y series de moda, se convirtió en un campo de batalla filosófico. Hubo argumentos de todo tipo: que si el sonido del agua condicionaba el cerebro, que si los griegos lo hacían en sus baños públicos, que si era un acto de civilización o un síntoma de decadencia.

Cuando los votos fueron contados, el resultado fue… impactante.

—Empate —anunció Andrea, que había llevado el recuento con la solemnidad de una jueza del Tribunal Supremo.

Martín y Lucía se miraron. No había ganadores. No había perdedores. Solo la cruda realidad de una pareja dividida por un chorro de orina.

—Pues vaya —murmuró Lucía.

—Exacto. Pues vaya.

El silencio los envolvió mientras sus amigos seguían debatiendo sobre la salubridad de las duchas públicas. Martín se inclinó hacia ella y le tomó la mano.

—Podríamos buscar un punto medio.

—¿Como cuál?

—No sé. Tal vez una ducha aparte para los momentos de necesidad extrema.

Lucía resopló. Había algo tierno en su desesperación. Lo miró a los ojos y, tras unos segundos de reflexión, asintió.

—Te voy a comprar un orinal.

Martín sonrió. No era la victoria que esperaba, pero en la guerra de la convivencia, un tratado de paz siempre valía más que una batalla perdida.

«Deberíamos siempre vernos como personas que van a morir al día siguiente» (Jean-Jacques Servan-Schreiber, nacido el 13 de febrero de 1924 no sé cómo se vio el 6 de noviembre del 2006 porque el 7 ya no se vería más) 

Y que cumplas muchos más de los 54 de hoy porque, como ya sabes, en un segundo se acaba todo.

Un segon més

Va encendre la cigarreta, però no la va fumar. Va quedar-se quiet, mirant el mòbil, esperant un missatge que no arribaria.

El silenci de l’apartament s’estenia com una ombra espessa, només trencat pel grinyol del parquet quan es va aixecar per servir-se un altre got. Podria haver-li demanat un segon més, un últim ball, una última mentida reconfortant. Però ella ja havia marxat.

A la finestra, la ciutat seguia el seu ritme, aliena a la ferida oberta que li creixia al pit. Va exhalar el fum que no havia volgut aspirar. Només un segon més, es va dir. I es va deixar caure al sofà.



 

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