lunes, 24 de febrero de 2025

 LOS SUSURROS DE LA SELVA


La selva nunca olvida. Aunque sus ramas tiemblen bajo el peso del progreso y sus raíces se hundan en un silencio cada vez más profundo, hay memorias que no pueden ser taladas.

Cuando el primer árbol cayó, la tierra gimió. No por la pérdida de madera ni de sombra, sino por lo que yacía debajo: cicatrices antiguas que el tiempo, en su terquedad, había cubierto con un manto de verde perpetuo. Las líneas marcadas en el suelo —círculos perfectos, zanjas profundas— eran más que tierra removida. Eran oraciones grabadas por manos que hace siglos bailaron con los dioses del viento y la lluvia.

Martti Pärssinen no escuchó ese lamento, pero lo sintió. Cada geoglifo que surgía bajo el ojo frío de los satélites era un susurro desde la garganta misma del pasado. A medida que su equipo desplegaba el LiDAR, el bosque, desnudo ante la tecnología, mostraba su piel más íntima: patrones geométricos imposibles, huellas de una civilización que desafió el mito de la virginidad amazónica.

—Esto no puede ser solo azar —murmuró Martti, mirando las imágenes proyectadas en su portátil—. Estas formas… alguien las pensó, las construyó.

—¿Crees que aún hay más? —preguntó Alceu Ranzi, su colega brasileño, mientras se apartaba el sudor de la frente.

—Mucho más. Apenas hemos rozado la superficie. La selva… —Martti hizo una pausa—, la selva está hablando. Solo necesitamos escucharla mejor.

Los Aquiry no se marcharon sin dejar señales. Tallaron el suelo en danzas ceremoniales, tejieron caminos invisibles bajo el dosel, y cultivaron la selva como quien cría a un hijo. Más de un millón de almas respiraron en ese rincón del mundo, cada una dejando su eco, su partícula, su historia. Pero como todo lo que nace del hombre, también desaparecieron.

—¿Y si no fue desaparición? ¿Y si fue… absorción? —sugirió Alceu, rompiendo el silencio.

—¿Absorción?

—La selva es viva, Martti. Puede haberlos devorado… o quizás los protegió de nosotros.

Nadie sabe por qué.

Quizás fue la tierra, harta de tanto festín, quien reclamó silencio. O tal vez el cielo, con sus lluvias desmedidas, ahogó los últimos fuegos ceremoniales. Lo cierto es que, en algún momento, los cánticos cesaron, las plazas se vaciaron, y los geoglifos quedaron solos, esperando que el tiempo se atreviera a mirarlos de nuevo.

Ahora, la amenaza no viene de los cielos ni de la tierra, sino de manos humanas que no celebran, sino destruyen. La selva grita en llamas invisibles. La soja, la caña y las vacas traídas de otras tierras ocupan el espacio donde una vez se alzaron dioses de barro y espíritu. Tractores y excavadoras desgarran la piel de la Amazonía sin piedad, borrando siglos en cuestión de horas.

—¿Te das cuenta de que estamos corriendo contra el tiempo? —dijo Martti con voz grave mientras observaba el mapa satelital—. Cada día, perdemos siglos de historia.

—Y no solo historia… —respondió Alceu, señalando una zona arrasada—. Estamos perdiendo el futuro.

Y la selva, que recuerda, sangra en silencio.

En una zanja recién expuesta, bajo la sombra de un árbol que aún resiste, un arqueólogo se detiene. No por la magnitud del descubrimiento, sino por el eco sordo que resuena bajo sus pies. Cierra los ojos. Y por un instante, fugaz como el aleteo de un colibrí, escucha:

—¿Lo oyes? —susurró Martti, sin abrir los ojos.

—¿El qué?

—Las risas…

Risas lejanas. Música de flautas de hueso. El golpeteo de pies danzando sobre la tierra viva.

Cuando abre los ojos, el ruido de una motosierra rompe el encanto. El susurro se desvanece, engullido por el estruendo moderno.

—Quizás la selva no olvide… —dijo Martti, casi para sí mismo.

—O quizás —respondió Alceu, con una sombra de temor en la voz—, solo está esperando a que recordemos… a su manera.

«Me gusta más la verdad cuando soy yo quien la descubre que cuando es otro quien me la muestra» (Vincent Voiture, nacido el 24 de febrero de 1597 con un curioso apellido cuando aún no se había inventado las “voitures”. No pudo descubrir lo que denominaría su apellido, ni tampoco se la mostraron)

Y hoy mismo, con 88 años, se nos fue a la habitación de al lado por el impacto de una canción suave.

Morir en Cada Nota

Em va mirar com si ja em conegués. Les seves paraules, suaus com la brisa abans de la tempesta, em van desfer sense pressa. Cada nota era una confessió robada, cada silenci, una carícia que feia mal.

Jo, immòbil, amb el cor exposat, l’escoltava desfer-me amb la seva cançó. El passat ressorgia en cada vers, com si em despullés amb dits invisibles.

I allà, sense defensa, vaig somriure. Perquè morir així, lentament, no feia por. Feia memòria.

 Y, por supuesto, bonus track.


 Y otro, por si acaso.


 


 

 

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