EL AMOR EN RUINAS
La copa de vino tembló en su mano. No porque estuviera nerviosa, sino porque la escena delante de ella era de un cinismo casi perfecto. Su flamante esposo, con la misma camisa que usó para casarse hace tres días, sonreía mientras deslizaba el pulgar por la pantalla de su teléfono. No era ella quien lo hacía sonreír.
Sofía no necesitaba verlo para saberlo. Lo había notado en la manera en que Carlos masticaba durante la cena, en la manera en que su risa llegaba tarde y no terminaba de aterrizar en su rostro. Como si ya estuviera en otra parte. Como si, de hecho, nunca hubiera estado allí.
Podría haber tomado la copa de vino y vaciarla sobre la pantalla de su teléfono. O mejor aún, podría haber agarrado el teléfono y lanzarlo por la ventana de aquel apartamento alquilado con vistas al Mediterráneo. Pero ya había aprendido que el drama solo servía para que después la llamaran “exagerada”.
Así que en su lugar, simplemente se levantó, se dirigió a la cocina y se dejó caer al suelo, con la cabeza entre las manos. En la sala, Carlos seguía enviando mensajes.
Tres días. Tres. Días.
—Quizá deberías haberte casado con ella —le había dicho Sofía dos meses antes, cuando ya todo era un precario castillo de cartas tambaleándose sobre una mesa de confianza rota.
—No digas tonterías —había respondido Carlos, sin molestarse en negarlo.
Ahora, desde el suelo de la cocina, ella se preguntaba si debería hacer lo que había estado posponiendo: salir por la puerta y no volver. Pero había un problema. Y no era el amor, no al menos en el sentido convencional. Era el hecho de que habían pasado once años juntos. Que su historia era un gigante de dos cabezas: demasiado grande para abandonarlo, demasiado absurdo para seguir alimentándolo.
Habían abierto su relación porque, en teoría, eran adultos modernos con una visión madura del amor. La realidad era que simplemente habían evitado discutir lo evidente: que ambos querían cosas diferentes. Carlos quería experimentar y Sofía quería creer que podía aceptar eso. El resultado había sido un desfile de amantes, inseguridades, conversaciones a medias y una ceremonia de boda que había servido más como despedida que como celebración.
Porque en el fondo, ambos sabían lo que habían hecho. No se habían casado por amor, ni por tradición, ni por presión social. Se habían casado porque necesitaban cerrar un ciclo. Como si firmar un papel conllevase una especie de funeral simulado para lo que había sido su relación.
Un matrimonio como epílogo. Un final con pompa y circunstancia. Como un estúpido fiestón antes de apagar la luz.
El sonido de la puerta de la terraza deslizándose la sacó de sus pensamientos. Carlos entró en la cocina y la miró en el suelo.
—Sofí. ¿Estás bien?
Ella levantó la cabeza y lo miró. Lo miró de verdad. Vió a la persona con la que había compartido más de una década. Y vió también a la persona que no podía salvar.
—Estoy bien —dijo, poniéndose en pie y sacudiéndose el polvo de las manos—. Voy a dar un paseo.
Carlos asintió y volvió a su teléfono.
Ella salió del apartamento sin molestarse en cerrar la puerta tras de sí. Caminó sin rumbo, sin pensar. Y cuando se quiso dar cuenta, estaba a la orilla del mar, con las olas rompiendo contra la arena, llevándose con ellas los restos de lo que había sido su historia.
Un fracaso espectacular, sin duda. Pero un fracaso al fin y al cabo.
«Es más fácil luchar por los principios que vivir de acuerdo con ellos» (Alfred Adler, nacido el 7 de febrero de 1870 para ser psicólogo y explicarnos la teoría que anuncia en la frase)
Hoy hubiese cumplido 98 años pero se fue con sus hojas "ses feuilles" a los 93.
Les fulles mortes
El vent de tardor remou les fulles seques pels carrers buits, com si volgués recordar-me el que ja no hi és. Caminant pel barri vell, la teva ombra es filtra entre els fanals apagats, i la teva veu, una vegada càlida, ara només és un murmuri entre el frec de les branques nues.
Vam ser un estiu llarg que no volia acabar, una tarda suau de cafè i paraules a mitja veu. Però el fred ha arribat, i amb ell, la distància. Les fulles mortes, aquelles que recollíem sense saber per què, s'amunteguen als racons de la ciutat i del record.

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