sábado, 8 de febrero de 2025

TESTIGOS INVISIBLES


A mitad de la noche, cuando el insomnio es un animal que respira cerca del oído, Emiliano recuerda un dato inútil: en la Edad Media, los juicios por adulterio a menudo dependían del testimonio de los vecinos. Ojos pegados a la rendija de una puerta, la evidencia de un vestido mal abotonado, un susurro más largo de lo necesario. Su destino podía decidirse por un reflejo en un vaso de vino.

Él no tiene vecinos chismosos. Vive solo en un apartamento donde el interfono rara vez suena. Pero hay otras miradas. Más precisas, menos misericordiosas. La cámara instalada en la esquina del techo del dormitorio, por ejemplo. No la puso él, sino Olivia, su expareja, como parte de un acuerdo mudo: grabarse en la intimidad le parecía excitante a ella, y a él le parecía irrelevante. Luego ella se fue y él olvidó apagarla. No porque le preocupara, sino porque pensaba que un día la quitaría. No lo hizo. Se convirtió en un objeto más, como la lámpara que nunca cambia de sitio o el abrigo que sigue colgado detrás de la puerta aunque no lo use desde el invierno pasado.

Hace meses que no bebe. No por una decisión drástica, sino por inercia. Al principio fue una forma de probarse a sí mismo que podía hacerlo, como quien evita mirar el móvil durante el almuerzo solo para comprobar cuánto aguanta sin él. Luego, sin darse cuenta, dejó de necesitarlo. No fue un acto de moralidad ni un camino a la iluminación. Simplemente, un día se acabó la última botella de vino y no se molestó en comprar otra.

Pero ahora, en esta cama que le resulta anónima sin el perfume de Olivia impregnado en las sábanas, con la piel completamente expuesta y la luz de la pantalla parpadeando como una presencia ajena, siente una especie de desnudez diferente. Antes, con dos copas de vino en la sangre, su cuerpo y el deseo se deslizaban sin esfuerzo. La incomodidad se disolvía en la ebriedad amable, el mundo se volvía menos nítido, menos real. Ahora todo está enfocado con una precisión quirúrgica: sus propios gestos, la expresión en el rostro de la mujer que tiene enfrente, la forma en que la habitación contiene el eco de sus respiraciones superpuestas.

Es joven, la mujer. No tanto como para que la diferencia de edad sea escandalosa, pero lo suficiente como para que Emiliano intuya que ella podría desaparecer en cualquier momento, que está ahí con la misma curiosidad con la que se visita una ciudad desconocida. La conoció en una cena de trabajo. Hubo una conversación fácil, el tipo de juego que en otro tiempo se habría prolongado hasta la madrugada con más vino de por medio. Pero él solo bebió agua con gas. Ahora, con la sobriedad instalada como un huésped en su piel, cada movimiento es un acto consciente.

Y la cámara sigue ahí.

—¿Siempre está encendida? —pregunta ella, después de notar la luz del dispositivo.

—No lo sé —responde él. Y es verdad. Nunca revisó si alguien podía estar mirando. Tampoco si las grabaciones se almacenaban en algún sitio. No piensa en eso. No quiere hacerlo.

—Podemos apagarla —dice ella, pero no se mueve.

La cámara no es el problema. Es la conciencia de sí mismo lo que lo inmoviliza. Se pregunta si, sin el alcohol, sin la neblina de la costumbre, sigue siendo capaz de sentir placer o si todo será una coreografía que recuerda haber bailado pero que ahora se siente lejana. Un cuerpo siendo observado no se abandona del todo. En la Edad Media, el castigo por adulterio podía ser una humillación pública o la muerte. En su caso, la única consecuencia es este instante en el que se sabe demasiado lúcido, demasiado presente.

Ella lo besa, y él intenta dejarse ir. La conciencia cede un poco, no lo suficiente. La cámara parpadea. Ningún testigo decidirá su destino esta noche. Pero eso no cambia el hecho de que se siente juzgado por la única mirada de la que no puede escapar: la suya propia.

«Los hombres quieren ser esclavos a veces más que los esclavos quieren ser libres» (Théodore-Agrippa d'Aubigné, nacido el 8 de febrero de 1552 añoraba ser libre pero sin mucho entusiasmo)

Al anterior relato le va que ni pintado un ritmo de los ochenta como el del vídeo. Entonces también se sentían observad@s y se auto observaban.  Aunque esto último ha ocurrido siempre.

Algú m'observa

Cada nit, en tancar la porta del seu pis, en Martí sentia un calfred resseguir-li l'esquena. No hi havia cap motiu lògic. Les finestres tancades, el pany intacte. Però, tot i així, la sensació persistia: algú l'observava. Va començar a tapar l'espiell, a evitar els miralls, a desconfiar de la seva pròpia ombra. La televisió encesa li feia companyia, però la pantalla reflectia una cosa… algú darrere seu.

Un dia, desesperat, va arrencar el mirall del bany. Darrere, a la paret, va trobar-hi un ull humà incrustat al guix. Va parpellejar.

En Martí va cridar.

L’ull va somriure.

 

 

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