EL SUSURRO DE YASAKA
Cada primavera, Aiko sube la colina de Gion con una flor de cerezo escondida entre los dedos. Dice que es para recordar a Haru. Otros dicen que es para no olvidarse de sí misma.
La pagoda de Yasaka se alza como un faro detenido en el tiempo. Desde que él se fue —hace ya cuatro estaciones—, las campanas dejaron de sonar. El rumor del viento se coló entre sus maderas antiguas, arrastrando nombres no dichos, promesas sin cumplir.
Esa tarde, el cielo se rasga de nostalgia, y los turistas, ajenos, disparan sus cámaras contra la memoria. Aiko se detiene al pie de la torre, justo donde Haru le dijo mata ashita —hasta mañana— y nunca volvió.
Saca la flor marchita del bolsillo y la deja caer al suelo. El viento la recoge como si supiera su camino. Entonces lo oye: una campana. Solo una.
Los locales dicen que la pagoda no suena desde hace años.
Pero Aiko sonríe. Haru ha vuelto, al menos esta vez, al menos para ella.
Y quizás, también, para la pagoda.
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