LA GRULLA INMÓVIL

Cada mañana, a la misma hora, el anciano subía los escalones del castillo como quien sube al cielo por última vez. Nadie sabía su nombre. Decían que llevaba ochenta años repitiendo el mismo trayecto, con la espalda doblada como un puente entre siglos.
El Castillo de Himeji lo observaba con sus ojos blancos de yeso, inmóvil, paciente. A veces parecía inclinarse, apenas, como si quisiera escuchar los pasos del anciano. Nadie más lo notaba, pero yo sí.
Una tarde, al pie de la muralla, lo esperé. Quise preguntarle por qué volvía siempre, qué buscaba. Pero solo me miró, se quitó el sombrero con una reverencia milenaria y dijo:
—Ella aún baila aquí, al amanecer.
No supe si hablaba de una princesa, un recuerdo o un fantasma.
Desde entonces, subo yo. Cada día. A la misma hora. He visto la niebla abrirse como cortina. He sentido la piedra temblar bajo mis pies. Y una vez, juro que vi una grulla blanca danzar en el patio vacío, justo antes de que el sol tocara la torre más alta.
Tal vez, mañana, me quite el sombrero yo también.
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