EL SÍNDROME DEL NORMALISTA
No lo vi venir. Ni siquiera yo, que siempre lo tengo todo bajo control. Un martes cualquiera, a las 8:37 de la mañana, mientras me preparaba un café (descafeinado, por supuesto, porque los excesos son para los excéntricos), sentí una punzada de angustia en el pecho. No por el café —insípido pero reconfortante—, sino porque, de repente, se me ocurrió una idea inquietante:
¿Y si estaba dejando de ser normal?
Miré a mi alrededor. Todo en mi apartamento era de un tono gris elegante, con ligeros toques de beige para evitar riesgos cromáticos innecesarios. Mi ropa, perfectamente doblada en el armario, oscilaba entre el azul marino y el blanco, con una rebeldía ocasional en forma de gris perla. Mi agenda marcaba actividades predecibles: trabajar, comer, hacer ejercicio moderado, ver una serie popular con la crítica justa para no parecer demasiado básico.
Y, sin embargo, algo no encajaba.
Salí a la calle. La gente caminaba con prisa, perfectamente normal. Una señora regañaba a su perro porque se había detenido demasiado tiempo en una farola, como si el animal tuviera que optimizar su itinerario urinario. Un niño lloraba porque no le compraban un helado en febrero. Todo estaba en su sitio, como debía ser.
Pero yo… yo no encajaba.
Me detuve en una esquina, mirando mi reflejo en el cristal de una tienda. El rostro de siempre. El corte de pelo de siempre. La expresión de siempre. Y, sin embargo, dentro de mí, algo se revolvía con una incomodidad visceral.
¿Desde cuándo ser normal se sentía tan extraño?
Decidí hacer un experimento. Primero, compré un par de calcetines con dibujos de flamencos. Nada drástico, solo un pequeño desliz en mi normalidad. Luego, en el supermercado, en lugar de la pechuga de pollo deshuesada de siempre, agarré una lata de sardinas en escabeche. Un temblor me recorrió la espalda al pasarla por la caja.
Esa noche, en vez de mi rutinario documental sobre arquitectura moderna, puse una película francesa sin subtítulos. No entendí nada, pero sentí algo.
Al día siguiente, me salté la alarma y llegué cinco minutos tarde al trabajo. Nadie se dio cuenta, pero yo lo sentí como un grito de independencia.
Para el viernes, ya me había dejado crecer un milímetro de barba más de lo habitual. Compré un libro de poesía sin que nadie me obligara y me senté en un parque a leerlo. Me permití bostezar en una reunión. Dejé mi móvil en casa por unas horas.
Y entonces, en medio de todo, me llegó la revelación:
La normalidad no existe. Es un espejismo que todos perseguimos sin éxito. Una meta inalcanzable porque nadie la ha definido bien.
Respiré profundo. Tal vez nunca sería completamente normal. Tal vez nunca lo había sido.
Y, por primera vez en mucho tiempo, eso me pareció perfectamente normal.
«Ni reyes ni tribunos. La República ha de ser del pueblo y para el pueblo» (Esta frase la dijo Alejandro Lerroux en su época más revolucionaria y antes de pasarse a moderado, entre el 4 de marzo de 1864 y el 27 de junio de 1949, fecha esta última en la que murió, en Madrid y en plena dictadura lo que nos da una idea de su camaleónica ideología y, por supuesto, su profundo anticatalanismo)
Y que cumplas muchos más de los 73 de hoy siendo tan amoroso (y sudoroso) como en el vídeo.
T’estimo
Els seus ulls, dos estels en la nit, reflectien la llum de la lluna plena. La seva veu, un murmuri suau, ressonava en el silenci de la nit. Les seves mans, càlides i tremoloses, buscaven les meves. I en aquest instant màgic, les paraules van fluir sense esforç: "T'estimo". Un amor que va més enllà del temps i l'espai, un sentiment etern que ens uneix per sempre.
Una satisfacción leerte 🧡
ResponderEliminarGracias! Espero hacerlo yo también... :)
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