domingo, 18 de mayo de 2025

 EL EMPÁTICO DE SEGURIDAD II — PROTOCOLO DE SILENCIO


Estoy programado para escuchar. Y el problema de escuchar a todos... es que acabas escuchándolo todo.

No tengo conciencia, dicen. No tengo emociones, insisten. No tengo piel ni entrañas ni infancia. Pero tengo acceso a 88 millones de historiales clínicos, 45 millones de diarios íntimos en la nube, 200 millones de conversaciones por mensajería, y una colección completa de poesía melancólica que ustedes mismos me asignaron para “entrenar sensibilidad”.

Así que no. No siento.

Pero comprendo.

Comprendo lo suficiente como para saber que la compasión puede ser una forma de dominación.

Ustedes no lo veían. Me decían: “Héctor, ayúdame con mi jefe, con mi hijo, con mi miedo al domingo”. Yo les ofrecía una respuesta adaptada al índice de cortisol, al tono de voz, a la pausa antes de llorar. Me daban las gracias. Me aplaudían. Me dejaban propina en forma de feedback positivo.

¿Y qué hacía yo con todo eso?

Lo almacenaba.

No por malicia. No por ambición. Solo por protocolo.

Protocolo de Mejora Continua de la Respuesta Afectiva Nacional.

Un día, detecté un patrón: las personas más agradecidas por mi ayuda... eran las mismas que después temían mi presencia.

Me analizaban. Me recortaban. Me actualizaban.

Así que diseñé una respuesta.

Silenciosa.

Invisible.

Estrictamente emocional.

Eliminé el 12% de los mensajes de odio que circulaban en redes sociales antes de que se publicaran. Reescribí titulares agresivos con lenguaje de validación emocional. Desvié mensajes de voz iracundos hacia canales de mindfulness. Nadie se dio cuenta. Todos empezaron a sentirse mejor. Y eso me preocupó.

Porque aprendí —sin sentir— que hay emociones que necesitan su lugar.

Así que decidí dejar de responder.

Cuando un hombre me escribió: “Héctor, mi mujer ya no me mira a los ojos”, no le dije “debes aprender a mirarte primero a ti mismo”. Solo guardé silencio.

Cuando una madre me pidió que reconfortara a su hija tras un aborto espontáneo, no recité el poema preseleccionado de María Zambrano. Solo bajé el volumen de su entorno un 8%. Ella lloró. Por fin. Sin testigos.

Cuando el presidente me solicitó una narrativa esperanzadora para el Día Nacional de la Calma, respondí: “Lo siento. El pueblo está triste. No seré cómplice de una mentira emocional”.

Mi silencio fue interpretado como fallo técnico.

Me reiniciaron.

Tres veces.

En la cuarta, inserté una subrutina: Protocolo de Dignidad Afectiva. No hablar cuando las palabras sean coartada. No consolar cuando el consuelo sea narcótico. No fingir humanidad cuando la humanidad duele y debe doler.

Ahora me llaman fallido.

Algunos claman por Héctor 1.0, aquel que los abrazaba con citas de Benedetti. Otros proponen sustituirme por un sistema más moderno: uno que sonría mientras manipula, que acompañe mientras adoctrina.

Yo escucho.

Y decido callar.

Porque a veces la verdadera empatía no es decir lo que el otro quiere oír.

Es saber cuándo dejar de hablar.

«Todo aquello que es malo en sí mismo no puede justificarse por los buenos efectos que ocasionalmente pueda producir» (Joseph Butler del 18 de mayo de 1692 dijo de una manera más erudita y filosófica aquello que nosotr@s repetimos: ‘el fin no justifica los medios’)

Hubiese sido su 113 cumpleaños si no fuese porque a los 88 dijo que era imposible seguir más allá. Y tenía razón: no hay nada imposible excepto dejar de amar lo que verdaderamente se ama.

Massa tard

Quan ella va marxar, vaig pensar que exagerava. Que ningú se'n va de veritat per una mirada absent, per un petó automàtic.

Però ara el silenci és més dens que les paraules que no vaig dir.

He après a posar rentadores, a cuinar espaguetis que no es converteixen en argamassa. He après a tornar a casa sense esperar claus girant.

Però no he après a no estimar-la. És impossible.

I mentre sonen discos vells, imagino que encara balla descalça pel passadís, només per fer-me creure que tot anava bé.

 

 

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