LO QUE QUEDA CUANDO SE ACABA TODO LO DEMÁS
Lo supe el día que le sostuve el cabello mientras vomitaba mojitos en la acera de la calle Ferraz. Ahí, entre arcadas y un semáforo intermitente, entendí que yo no era el tipo que ella besaría al final de una película. Era, como mucho, el que la acompañaba a casa mientras el otro se quedaba con la banda sonora.
—No me sueltes —me dijo, agarrándose a mi brazo como quien intenta detener una caída de varios años.
No la solté. No lo hice esa noche ni en las muchas otras en las que lloró por tipos con nombres de calendario: Julio, Agustín, Octavio.
Tuvimos esa amistad que algunos celebran en Instagram con frases tipo "el verdadero amor es la amistad eterna". Nadie dice que a veces esa eternidad es una condena.
Yo sabía de memoria cómo le gustaba el café, cuándo
debía recordarle que llamara a su madre, o en qué punto exacto de la frente le
salía el primer grano antes de la regla. Pero eso no daba derecho a nada. Era
información confidencial de un campo de batalla donde yo siempre era el médico,
nunca el soldado.
Una vez le insinué algo. Fue en el cumpleaños de su hermana. Había bebido vino
barato y ella llevaba ese vestido rojo que le hacía parecer una promesa
incumplida. Le dije que a veces me imaginaba otra cosa entre nosotros.
Se rió. Un poco nerviosa, un poco triste.
—Eres mi mejor amigo. No quiero perderte.
Como si lo nuestro fuera una joya frágil y no una
cuerda de tender ya medio rota.
Desde entonces supe que la amistad era un premio de consolación. Uno que viene
sin podio ni medalla, pero con sonrisas cómplices y mensajes a las tres de la
mañana cuando el mundo se derrumba. A veces pensaba que la quería tanto que
habría preferido que me odiara. Al menos así, su atención no habría sido tan
indolora.
Un día desapareció. Se fue con un tipo que hablaba cinco idiomas y no
necesitaba traductor para el corazón. Me dejó una nota en el buzón:
"Gracias por todo. Eres lo más bonito que nunca quise amar".
La releí muchas veces, intentando encontrar en esas palabras algo menos cruel que la verdad.
Años después la vi en una librería. Más delgada, más callada, con el mismo lunar que yo recordaba en la clavícula. Me saludó como si no hubieran pasado veranos ni silencios. Me dijo que a veces pensaba en mí. Que su marido era un buen tipo pero no la hacía reír. Que conmigo, al menos, podía ser ella sin explicarse.
—¡Ay, si hubiéramos tenido el valor entonces! —soltó, casi sin querer.
—Entonces ¡yo quería! —le dije.
Me miró. Por primera vez, sin nostalgia ni excusas. Solo verdad.
—Ya. Yo no.
Y ahí entendí algo: que la amistad no es el premio de consolación. Es el botín de guerra de quien sobrevive a la batalla sin haberla ganado.
«La victoria está siempre del lado de quien tiene más paciencia» (Ibn Jaldún, nacido el 27 de mayo de 1332. No sé yo si los pacientes son los que ganan siempre: para ejemplo leer el relato de hoy)
Hoy hace 14 años que ya no está entre nosotr@s. Tanto agarrarse a the bottle tuvo sus nefastas consecuencias. No obstante duró hasta los 62 años.
Dins del vidre
Va aparèixer cada tarda, just quan la llum s'esfilagarsava entre les reixes del solar abandonat. L’home amb la trompeta rovellada i els ulls clavats en un passat que només ell sabia pronunciar. Nens i gats l’envoltaven com si esperessin un conte o un miracle.
“Abans la tocava als clubs. Després… va venir la botella.”
Va somriure, deixant caure una nota trista que tremolava com els dits d’un penediment antic.
Un dia, el silenci el va substituir. Només quedava la trompeta, i la botella buida, recolzada al mur com una signatura invisible.
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