MANUAL DE EMERGENCIA PARA EL COLAPSO DE LA REALIDAD
Lo primero que colapsó fue el sentido común.
Después vinieron los drones, las heladeras con opinión política y los niños programando virus en lugar de aprender a dividir con decimales. Pero el verdadero caos, el que dolía en las encías y hacía temblar las papilas gustativas, empezó cuando las distopías decidieron salir del papel.
Un lunes cualquiera —porque el apocalipsis nunca avisa con trompetas, sino con Excel—, el Ministerio de Transición Narrativa anunció que los géneros literarios dejarían de ser ficción. “Coherencia temática e impacto emocional”, le dijeron al país en cadena nacional. Lo dijeron sonriendo, como quien pide otra ronda de caipiriñas en una playa sin mar.
Desde entonces, cada nación escogió su distopía favorita.
Alemania abrazó el control algorítmico con disciplina bávara. Francia optó por el hedonismo vigilado, donde cada orgasmo requería un código QR. En España, como siempre, se debatía entre una distopía fiscal, otra lingüística y una versión beta del franquismo con influencers.
En cambio, Estados Unidos fue más literal: simplemente eligió todas.
Primero vinieron las guerras híbridas: memes que podían dejarte ciego, vídeos de gatos que hackeaban cuentas bancarias, filtros de Instagram capaces de provocar esquizofrenia localizada. Luego, los conflictos convencionales: bombas, tanques, ministros llorando en entrevistas exclusivas. Y como guinda, terrorismo filosófico: grupos radicales que citaban a Wittgenstein antes de detonar bibliotecas digitales.
Pero lo más temido eran los “ataques de narrativa”.
Las ciudades amanecían con un guión diferente cada semana. En Berlín se vivía un musical distópico. En Tokio, un thriller romántico con samuráis veganos. En Buenos Aires, una tragicomedia con inflación emocional y tango existencial. Algunos ciudadanos empezaron a tatuarse la sinopsis del día en el antebrazo para saber a qué realidad estaban suscritos.
En medio de todo, surgió una figura. No un héroe. Un corrector de estilo.
Julián Cebreros, freelance especializado en coherencia argumental, fue contratado por el Comité de Salvación del Relato. Su misión: evitar que la distopía mutara en farsa.
—Lo peor no es el colapso —decía mientras se rascaba el alma—. Lo peor es cuando el drama se vuelve costumbre y la ironía, doctrina.
Revisó informes sobre ataques cibernarrativos, detectó metáforas explosivas y disolvió hipérboles antes de que causaran disturbios semánticos. Pero ya era tarde. El lenguaje estaba roto. Las palabras habían tomado conciencia de clase.
Los adjetivos exigían ser tratados como sustantivos. Los verbos protestaban por la conjugación forzada. El punto y coma se había suicidado en masa por falta de reconocimiento.
Finalmente, alguien (nadie sabe si humano o IA) liberó un virus: Narrativus Rex.
El virus infectaba el pensamiento lineal. Cada vez que alguien intentaba construir un discurso lógico, se desviaba hacia una subtrama innecesaria, una metáfora mal colocada o una digresión filosófica sobre el precio del aguacate. El caos no era ya una amenaza: era estilo de vida.
Julián se retiró. Se exilió en una novela inconclusa de Cortázar donde aún era posible fumar sin juicio moral. Desde allí, escribió la última entrada del “Manual de Emergencia para el Colapso de la Realidad”:
Cuando las distopías ganan, no lo hacen con tanques, ni con virus, ni con drones. Lo hacen con estructura, tono y un final que no cierra del todo.
«No se puede gobernar el país con las manos manchadas de sangre» (Aldo Moro fue por dos veces primer ministro de Italia. Lo asesinaron –oficialmente- las llamadas brigadas rojas el 9 de mayo de 1978, después de un largo secuestro, aunque no está muy claro quién era la mano negra que descargó las balas en su nuca. A lo mejor hasta gobierna y todo)
Y que cumplas muchos más de los 63 de hoy y, por favor, no hagas régimen de música.
El pes del silenci
Diuen que el silenci pesa menys que una paraula, però ell arrossega el seu com una creu. Després d’ella, ja no diu res. No pot. No vol. Les paraules, com ganivets, van fer més mal que les mentides.
A l’estació, cada matí, observa com passen els trens. Imagina veus, promeses, adéus. Però no diu res. Les paraules són inútils quan el cor parla idiomes trencats.
A la butxaca, guarda encara la nota que no va llegir mai.
“Tot el que volia era escoltar-te.”
I ara només queda això: el silenci. Que no crida, però pesa.
Buena redacción 👍🏽
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