CUANDO EL TEMPLO RESPIRABA
El templo se erguía como una corona blanca contra el azul brutal del mar. Los muros, recién encalados, reflejaban la luz del amanecer como escudos sagrados. Columnas esbeltas se alzaban como brazos suplicantes hacia el cielo, y un aroma denso de incienso y sal flotaba en el aire, casi tangible.
Sacerdotisas cubiertas con túnicas de lino se deslizaban por el patio interior, murmurando oraciones a Tanit y Astarté. Sus brazaletes tintineaban suavemente, creando una música delicada que se mezclaba con el bramido lejano de las olas.
Él estaba allí, un escriba que había sido enviado desde la ciudad portuaria para anotar los sueños que la diosa revelara esa noche. Su tablilla de arcilla temblaba en sus manos sudorosas.
De pronto, escuchó pasos firmes detrás.
—¿Aún no has comenzado a escribir? —preguntó una voz grave, envuelta en un perfume de mirto.
Se giró con torpeza. La sumo sacerdotisa lo observaba, una figura alta, con la mirada ardiente y una diadema de lapislázuli que atrapaba la luz como un augurio.
—Estaba esperando… la señal —balbuceó él.
Ella soltó una risa breve, como el chasquido de un fuego.
—Las señales no esperan. Si escuchas, oyes el mar recitando profecías. Si miras, ves el sol prometiendo renacer. Si tocas las piedras, sienten tu miedo.
El hombre tragó saliva y bajó la mirada hacia la tablilla.
—¿Qué debo registrar? —preguntó, sin atreverse a levantar la vista.
La sacerdotisa se acercó, tan cerca que sintió el calor de su aliento. Posó su mano en la frente del escriba.
—Anota esto: “Los dioses solo conceden eternidad a quienes se atreven a escuchar su silencio.”
Las palabras lo atravesaron como una ola helada. Sintió un escalofrío recorrerle la columna, y por un instante creyó oír, en el rumor de las columnas, los susurros de todos los que habían rezado allí antes.
—¿Y tú? —se atrevió a decir—. ¿Qué le pides a la diosa?
La sacerdotisa lo miró con una tristeza que no había aprendido en ningún libro sagrado.
—Yo no pido. Yo soy el deseo que otros temen pronunciar.
Entonces giró, y con un gesto casi imperceptible, desapareció tras el velo de cortinas que separaba el sanctasanctórum.
El hombre se quedó inmóvil, con el punzón detenido a medio trazo. La tablilla ardía bajo el sol naciente, y en ese instante comprendió que el templo no era solo piedra y rito, sino un corazón vivo, latiendo con cada promesa incumplida, cada amor no confesado.
Desde el mar llegó un viento salado, trayendo consigo un murmullo: el futuro hablaba, pero nadie sabía aún en qué idioma responder.
«Si la gente quiere paz, ¿por qué no simplemente deciden no pelear?» (Samantha Smith, nacida el 29 de junio de 1972. En los escasos 13 años que estuvo entre nosotr@s fue considerada pacifista, escritora y actriz. Lo cierto es que adquirió fama por escribirle una carta al líder soviético Andropov y que éste le contestara. Para hacerlo corto, como su vida, murió en un extraño accidente de aviación que los servicios secretos estadounidenses se encargaron en investigar y hacer un informe cerrándolo rápidamente)
Y que cumplas muchos más de los 72 de hoy; no busques la respuesta a quién llama ahora: debe ser Endesa, o cualquiera otra compañía que quiere hacerte ídem.
Qui truca ara?
Vaig sentir els cops suaus a la porta com si fossin tambors d’un cor massa tímid. M’havia amagat rere la cortina, convençut que el món sencer conspirava per treure’m d’aquest silenci preciós.
Potser era el carter amb males notícies, o el veí pesat que vol parlar del gos. Potser tu, amb els ulls plens de preguntes que no vull respondre.
El timbre ressona de nou, més insistent, més humà. Respiro fondo, preparo el somriure d’emergència, però no m’atanso.
Qui truca ara? Només jo sabré la resposta.
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