MANUAL DE INSTRUCCIONES PARA ESTAR MUERTO
He perdido las ganas de comer. Antes pensaba que era por el calor, ese que se pega como lengua babosa al cuello, pero no hace calor. Tampoco frío. En realidad, no hace nada.
Intento recordar si alguna vez
supe distinguir entre frío y calor o si solo repetía lo que otros decían
sentir. Hay días que el cuerpo solo sirve para imitar al resto.
Tantearía el espacio si pudiera, buscaría el interruptor y encendería la luz,
aunque fuera para ver que no hay nada. Pero no puedo. No muevo las manos, no
estiro los pies. Ni siquiera puedo abrir los ojos. Así que imagino: una
habitación estrecha, con paredes que huelen a metal envejecido. O tal vez a
tierra mojada. O a la ausencia total de olor. A veces creo que estoy bajo
tierra. A veces, dentro de mí.
No hay hambre. Ni sed. Ni urgencia. Ni miedo. Hace un tiempo, esta inmovilidad me habría hecho gritar hasta desgarrarme la garganta. Ahora no. Lo curioso no es estar muerto. Lo curioso es que lo sabes. Sabes que ya está. Que se acabaron los recordatorios del dentista, las respuestas de WhatsApp sin enviar, las reuniones de equipo que no eran ni reunión ni equipo.
Lo que más me desconcierta es que no echo de menos nada. Ni el sabor de la tortilla templada de los domingos, ni los gemidos contenidos de Julia cuando creía que los niños dormían, ni siquiera las tardes de verano esperando a que pasara algo. Porque ahora sé que lo que no pasaba… también era vida.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Aquí no hay tiempo, solo una especie de espera sin objetivo. Una pausa interminable. Una pantalla congelada con la batería agotada. ¿Estoy muerto o simplemente fuera de cobertura?
Tampoco importa. No tengo que demostrar nada. Ni a mí. Ni a nadie. Solo soy esta conciencia que flota sin nombre, sin cuerpo, sin calendario. Y, por raro que suene, hay algo de alivio en ello.
La luz llegará, o no. El interruptor aparecerá, o no. Y si no, siempre quedará este silencio exacto, sin exigencias, sin reloj, sin hambre.
Al menos —eso sí— ya no tengo que preocuparme por elegir entre ensalada o hamburguesa.
«A veces, cuando el alma está triste, basta con mirar al cielo para recordar que uno también puede elevarse» (Johanna Spyri, nacida el 12 de junio de 1827 para escribir Heidi y que cuando se inventase la televisión tuviésemos una serie que hizo llorar a much@s)
Hubiese cumplido 76 años pero a los 68 dejó de pasar calor como el que nos "pega" hoy en nuestras carnes; tampoco pasa frío. Es más, no pasa nada porque ya pasó ¿se entiende, verdad?
Va dir-me que marxava només un cap de setmana. Que deixava la planta regada, la finestra entornada i el cor... en espera. Jo vaig somriure, perquè somriure era més fàcil que fer preguntes.
Diumenge a la nit, la planta estava seca, la finestra oberta del tot, i al llit hi havia dues arracades que no eren seves. Ni meves.
Però la vaig entendre.
A mi també m’ha passat. El desig no demana permís. T’atrapa en calces o de corbata, t’arrenca la veu i et posa música vella als ulls.
No és traïció. És temperatura.
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