EL REFLEJO IMPOSIBLE
No recuerdo el nombre, pero juro que era ella.
La vi en el vagón central de la línea amarilla. Apoyada contra la barra, con esa forma de sostener el cuerpo como si siempre estuviera a punto de irse. Como cuando tenía veinte años y decíamos que odiábamos el mundo con la boca pero lo adorábamos con los ojos. Llevaba auriculares, unas botas con polvo seco en los tobillos y una bolsa de tela con un eslogan político que ya no significaba nada, pero que entonces era un estandarte.
Me miró. Tres segundos, no más. Pero fue suficiente para que todo dentro de mí gritara: “¡Es ella!”.
Y sin embargo… no me reconoció.
Ni un gesto, ni una ceja alzada, ni una sonrisa incómoda de esas que dicen “eh, tú, te tengo en la punta de la lengua pero no caigo”.
Yo tampoco la saludé, claro. Me hice el interesante mirando al suelo, como si no me importara. Como si no supiera que ese momento iba a quedarse rebotando en mi pecho toda la noche.
Nos bajamos en estaciones distintas. Ella en Jaume I. Yo seguí hasta La Pau, aunque vivía en Urquinaona. Un castigo tonto, como quien se mete un dedo en la herida para recordar que sigue viva.
Durante días estuve pensando si de verdad había sido ella, o solo una proyección mía, un recuerdo moldeado con urgencia para encajar en un rostro cualquiera. Porque, a ver… ¿y si también ella había cambiado tanto que ni siquiera reconocería su propio reflejo?
Eso me dio miedo.
Porque tal vez yo también he dejado de parecerme a mí.
Con los años me he vuelto prudente. El tipo de persona que sopesa, mide, calcula, prefiere no hacer el ridículo por si acaso. Ya no uso camisetas con consignas, ni me dejo llevar por pasiones efímeras. Me gusta saber a qué hora cierro el grifo y a qué hora me tomo la infusión. Me gusta que las cosas encajen.
Y sin embargo, cuando la vi… me falló todo. Se rompió el marco y la imagen me gritó desde fuera: “¡Tú eras de los míos!”.
Pero claro, ¿cómo va uno a reconocer a sus afines si ha olvidado a quién se parecía?
Cómo va uno a encontrarse, si se ha ido borrando.
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