INSOMNES DEL MUNDO, UNÍOS
La baja se la dieron un martes. Ni lumbalgia, ni ansiedad, ni acoso moral: "Síndrome de Interrupción Crónica del Sueño Natural por Agresión Acústica Matinal". O, como lo redactó el médico de cabecera: “el despertador le está arruinando la vida”.
Lo llamaron del trabajo con voz escandalizada. “¿Pero cómo que baja por madrugar? ¡Esto no es un spa, Ernesto!” Él colgó. Con una dignidad tan horizontal como su cuerpo, volvió a tumbarse. El médico le había recomendado reposo no solo físico, sino cronobiológico. “Tu biorritmo te pide tregua. Escúchalo. Tu cuerpo no fue diseñado para incorporarse en posición vertical a las 6:45 a.m. porque un dispositivo satánico lo exige”.
Los compañeros primero se rieron. Luego preguntaron si se podía pedir retroactividad. En Recursos Humanos, la responsable de prevención de riesgos psicosociales empezó a tener pesadillas recurrentes con despertadores antropomórficos que le gritaban “¡TIEMPO!” como si fuera un concurso japonés. Solicitó el traslado.
En la cafetería de la empresa, un grupo de administrativos fundó el “Comité por el Despertar Natural”. Se reunían a mediodía, cuando sus cerebros ya estaban operativos, y redactaban manifiestos plagados de estudios circadianos. Exigían lo que llamaron “horarios con dignidad evolutiva”.
El director general, un ex consultor que desayunaba proteína de suero y reuniones a las 7:00 en punto, mandó un correo interno:
—“No confundamos sueño con rendimiento. Esta empresa se levantó temprano para llegar donde está.”
Lo cual era cierto: estaba al borde del cierre desde que se implantó el sistema de productividad 360.
Ernesto, desde casa, dormía. A veces hasta soñaba. En uno de esos sueños, el despertador le pedía perdón. En otro, lo demandaba por abandono. Ganó el juicio onírico gracias a un abogado REM.
La Seguridad Social, desbordada, empezó a acumular bajas por lo que los medios bautizaron como “fatiga de gallo ajeno”. Editoriales conservadoras hablaban de “la generación edredón”, pero las estadísticas eran implacables: menos madrugones, menos infartos, menos suicidios.
En la empresa, tras la quinta baja consecutiva por “trastorno de verticalidad precoz”, comenzaron a ofrecer incentivos para el teletrabajo sin despertador. Se disparó la productividad. Pero sobre todo, el humor.
Ernesto, desde su cama, escribió un artículo para una revista médica. Lo tituló: “Despertar a una nueva conciencia laboral: el cuerpo no miente, solo bosteza”. Se hizo viral.
Una empresa japonesa lo invitó a dar charlas. Respondió por mail: “Gracias, pero no acepto vuelos que salgan antes de las once”.
Y no volvió a madrugar. Salvo algún domingo, cuando le apetecía ver amanecer. Por gusto, no por obligación. Que es como deberían hacerse las revoluciones.
«La libertad no es un estado natural del hombre, sino una conquista del espíritu que razona contra sus propias cadenas.» (Paolo Costa, nacido el 13 de junio de 1771 en tiempos convulsos. Lidió contra el régimen napoleónico imperante en aquella época en Europa)
Y que cumplas muchos más de los 55 de hoy tomando el sol... y ponte protección solar del 50 -mínimo- que quema como un infierno.
Sol a l’illa
Ens vam mirar com si fóssim turistes dels nostres propis cossos. Feia tres dies que no sabíem ni l’hora, ni si aquell vent que ens acariciava era real o un somni de sal i pell.
Em vas pintar la panxa amb crema solar i promeses que no pensaves complir. Jo vaig fer veure que no ho sabia.
L’illa no era al mapa.
Ens alimentàvem de fruita dolça, de silencis que no pesaven i d’aquell sol que semblava haver estat creat només per nosaltres.
Tots dos sabíem que era un error.
Per això brillava tant.
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