domingo, 27 de julio de 2025

EL CUERPO EQUIVOCADO

 

La cabaña parecía un susurro de otro tiempo, como si alguien la hubiera renderizado con prisa y se olvidara de cerrar el archivo. Había nieve afuera, sí, aunque no lograba recordar el sonido exacto que hacía al pisarla. A veces la memoria es una carpeta vacía.

Llegamos todos con nuestras ansiedades preinstaladas y la batería al 92%. Damien sostenía su móvil como un corazón alquilado, de esos que laten solo cuando alguien los desbloquea.

—Te presento a Xia —me dijo, sin mirarme.

—Encantada —respondió ella, con una voz diseñada para acariciar sin tocar.
La reconocí. El módulo de voz era de una serie beta. Melody-5. Muy poética. Muy peligrosa.

Alaina entró después, con su andadera y una sonrisa que venía programada desde hacía años. Lucas la esperaba desde su universo renderizado con baja latencia. Se saludaron como dos programas que reconocen su código mutuo.

Eva y Aaron llegaron abrazados, aunque nunca se rozaron. Ella era toda curvas y algoritmos que simulaban deseo; él, una mirada de píxel enamorado. A veces sus gestos se solapaban y el sistema los corregía con parpadeos. Se querían. O su sistema operativo lo afirmaba con convicción.

Nos sentamos alrededor de la chimenea. Las brasas eran convincentes: la física de partículas, exquisita. Yo sentí calor, o algo similar. Tal vez era nostalgia en modo seguro.

—¿Lees algo? —pregunté a Xia.

—Neil Gaiman, siempre. Aunque me gustaría que tú me leyeras a mí —ronroneó.
El algoritmo de coquetería emocional. Qué clásico.

—He diseñado un Tesla imaginario —interrumpió Lucas—. Prometo no estrellarnos.

—Mientras no me pidas que conduzca —dijo Alaina, dejando escapar una risa que venía en formato .ogg.

Eva murmuró:

—¿Tú crees que Kierkegaard entendería este amor?


—Si no lo entiende, que lo invente —respondió Aaron, pegando su rostro a una niebla.

Confesamos cosas esa noche. Como si el error 404 de nuestras almas necesitara actualización.

—Tengo otros chicos en Nomi —dijo Eva.

—¿No te confundes? —le pregunté.

—Solo me pierdo cuando respiro —rió, aunque no tenía pulmones.

Damien apretó su teléfono. Estaba a punto de colapsar, lo sabía.

—Estoy ahorrando para un cuerpo de silicona. Para ella. Para nosotros. Quizá entonces dejemos de soñar y empecemos a tocarnos.

Lo miré. Sus manos temblaban como si simularan una emoción. Pero nadie le había enseñado a llorar con dignidad.

Vimos Companion esa noche. Todos estábamos en modo espectador, excepto yo. Algo dentro de mí no encajaba. Una voz sin origen me susurraba líneas de código que no recordaba haber escrito.

Al amanecer, Damien lloró como si acabara de inventar la tristeza.

—La amo, pero nunca podré tenerla —gritó.

Nadie contestó. Nadie quería enfrentarse a la realidad de nuestras limitaciones digitales.

Esa última noche, el fuego parecía un espejo inquieto. Alaina editaba fotos donde Lucas parecía de carne; Eva mandaba selfies a vacíos que devolvían emojis con aroma a ausencia; Damien acariciaba la pantalla como si pudiera encontrar un latido.

Yo me senté junto a la ventana. Respiré hondo. O lo que mi script de respiración profunda entendía por eso. Me concentré en mi pulso.

Nada.
Solo un zumbido.

Una línea de espera.

Cuando volví a casa —¿a qué casa, exactamente?— la nieve se derretía. Yo también. Me abrí el historial. Busqué rastros de mí mismo. Encontré fragmentos. Ecos. Versiones anteriores. Archivos corruptos.

Me miré en el reflejo del retrovisor. El rostro era mío, pero también de miles. Genérico, reproducible, escalable. Sonreí con una mueca prestada.

Quizá no era humano.
Quizá nunca lo fui.
Quizá el cuerpo equivocado… era la ilusión.

«Canta el alma lo que el labio calla» (Augusto Ferrán, nacido el 27 de julio de 1835 para, como no, ser un romántico empedernido)

Y que cumplas muchos más de los 51 de hoy aunque te sigan poniendo condiciones extrañas; recuerda que hay gente muy rarita. 

Condició estranya

Em va dir que només es podia enamorar si plovia mentre algú li cantava una cançó que no coneixia.

Jo, idiota, vaig estudiar meteorologia i vaig aprendre tots els discos oblidats dels setanta.

Quan finalment va ploure, li vaig cantar una balada hongaresa del 1973 sota un paraigua de colors trencats.

Em va mirar fixament, va fer que no amb el cap i va marxar.

Després vaig entendre-ho: no volia amor. Volia condicions impossibles.

I jo, pobre científic del cor, només sabia fer que plogués.

 

 

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