jueves, 14 de agosto de 2025

EL ALIENTO DEL FUEGO (II)

Pienso en las pequeñas derrotas: el agricultor que pierde su cosecha, la familia que huye con lo puesto, el animal que corre despavorido hacia ninguna parte. Lo íntimo se hace político en estas llamas: mi cuerpo, este territorio de experiencias y batallas, se siente vulnerable ante la inoperancia de esos pocos que podrían apagar el fuego con un chasquido de dedos, pero prefieren dejarlo arder para no tocar sus intereses. Ironía mordaz: mientras el hemisferio norte se abrasa, ellos acumulan riquezas como si el mañana no existiera. ¿Y nosotros? Abrazamos las llamas, no por elección, sino por olvido.

Han pasado semanas, y el fuego no cede. Barcelona se ha convertido en un refugio temporal para los evacuados del norte, pero el humo llega hasta aquí, tiñendo el cielo de un gris nostálgico. Camino por el Parc de la Ciutadella, donde los árboles parecen susurrar advertencias. Una pareja se besa bajo un sauce, ajena al mundo que se desmorona. Envidio su ternura inteligente, esa que ignora el caos por un momento de conexión. Yo, en cambio, llevo el peso de la desesperación como una mochila invisible.

Encuentro a un viejo amigo en un café, uno de esos con mesas en la acera donde el humo del tabaco se mezcla con el del incendio lejano. "Es el fin", dice él, con esa lucidez poética que siempre le caracterizó. "Los pocos nos han olvidado, nos dejan arder para que sus bolsillos no se enfríen". Hablamos de revoluciones, pero ya no con la pasión de antaño. El sarcasmo elegante se cuela en nuestras palabras: "¿Imaginas a un ministro apagando un fuego con su corbata de seda?". Reímos, pero es un humor como resistencia, un escudo contra la tristeza que no es cursi, sino profunda, como un pozo sin fondo.

Pienso en el erotismo de la destrucción: cómo el fuego engulle con una pasión violenta, dejando atrás solo cenizas que el viento esparce como recuerdos de un amor perdido. Mi cuerpo anhela un toque que no sea de llamas, un deseo carnal que afirme la vida ante tanta muerte. Te imagino aquí, tu mano en la mía, caminando por estas calles olvidadas, donde lo social se entreteje con lo íntimo. Pero estás lejos, en otro hemisferio quizás, donde el fuego es solo una noticia distante.

La noche cae, y el cielo se ilumina con un resplandor ominoso. Desde mi ventana, veo las luces de la ciudad parpadeando como estrellas moribundas. La impotencia me envuelve, pero también una chispa de lucidez: este mundo olvidado por los pocos es nuestro, y en sus llamas quizás nazca algo nuevo. Un renacer, irónico y tierno, donde los muchos nos unamos no para arder, sino para extinguir el fuego con nuestras manos unidas. Mañana, quizás, salga a las calles otra vez, gritando no con desesperación, sino con la fuerza de quien sabe que el olvido no es eterno. El hemisferio arde, pero en sus cenizas, tal vez, brote una primavera inesperada.

«La verdad no se puede inventar, no se puede distorsionar ni reemplazar: simplemente es eso, la verdad. Por grotesca, absurda o fatal que sea, es la verdad» (Lúcio Cardoso, nacido el 14 de agosto de 1912 para decir su verdad que no necesariamente, debe coincidir con la nuestra)

 Hoy hubiese cumplido 84 años, pero se lo llevó su pájaro negro a los 81.

Ocells trencats

Al capvespre, la llum es filtrava com un alè feble sobre el camp moll. Les ales, adolorides, s’enganxaven a l’aire fred. No volia fugir, però tampoc quedar-se. Va pensar en tot el que encara no havia dit, en cada paraula trencada dins la gola.

Va fer un pas —no volar, pas— i el fang li va recordar que encara tenia pes. Però quan va sentir la primera nota, lleu i obstinada, el cos se li va obrir. Va alçar-se, no per escapar, sinó per trobar l’aire que li havia estat negat.

 

 

 

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