EL VECINO PERFECTO
Soy Carlos, sesentón, divorciado y, según mi ex, un desastre con patas. No es que sea un vago, ¿eh? Es solo que priorizo. ¿Para qué doblar la ropa si la voy a usar mañana? ¿O lavar los platos si el fregadero aún tiene espacio? Mi apartamento en el edificio La Armonía es un caos organizado: facturas apiladas en la mesa del comedor, latas de atún conviviendo con calcetines en el sofá y un cactus al que llamo Ernesto porque, bueno, alguien tiene que entenderme. Pero todo cambió cuando llegó él: Eduardo, el vecino del 4B, mi antítesis con camisa planchada y sonrisa de comercial de dentífrico.
Eduardo apareció hace seis meses, como si lo hubieran sacado de un catálogo de "Vida Perfecta S.A.". Sesenta y tantos, pero con el porte de un galán de telenovela. Su apartamento era un templo de orden: muebles minimalistas, plantas que parecían posar para Instagram y un aroma a lavanda que te hacía dudar si estabas en un edificio o en un spa. Su rutina era una coreografía. A las 6:30 a.m., salía a correr, con esas zapatillas que brillan como si las puliera un elfo. A las 8:00, desayunaba en su balcón: yogur orgánico, frutas cortadas en cubos perfectos y un café que olía a éxito. Luego, trabajaba desde casa (algo de "consultoría estratégica", decía, con una vaguedad que sonaba a dinero fácil). Por las tardes, su esposa, Clara, una señora elegante que parecía salida de una revista de decoración, organizaba reuniones con vecinos para discutir "mejoras comunitarias". Todo en Eduardo gritaba perfección, y yo, con mi bata raída y mis sándwiches de mortadela, sentía que vivía en la parodia de su vida.
Al principio, solo lo observaba desde mi ventana, medio envidioso, medio fascinado. ¿Cómo alguien podía tenerlo todo resuelto? Si yo dejaba caer un tenedor, tardaba tres días en recogerlo; Eduardo probablemente lo esterilizaba antes de que tocara el suelo. Pero la cosa se puso seria cuando empezó a influir en el edificio. Propuso cambiar las bombillas por unas LED "ecoamigables" (las compró la mitad del edificio). Convenció a todos de instalar un gimnasio comunitario (yo voté en contra, pero mi opinión no cuenta desde que sugerí un dispensador de cerveza). Hasta organizó un club de lectura, y ahí estaba yo, intentando leer Cien años de soledad mientras él citaba a Borges como si fueran compadres.
Mi obsesión creció. Empecé a espiarlo. No de forma compulsiva, ¿vale? Solo... observaba. Noté que nunca recibía correo. Ni una factura, ni un volante de pizza. Raro. También, sus charlas con Clara eran impecables, como si ensayaran. Una vez los vi discutir sobre cortinas, y sonó a guion de sitcom: "Querida, ¿crees que el beige resalta más que el marfil?". ¿Quién habla así? Mi punto de ruptura fue cuando me invitó a su casa para "charlar". Su cocina parecía un quirófano, y él me ofreció un té de hierbas que sabía a compromiso social. Intenté sacarle algo personal, pero todo lo que decía era genérico: "Me gusta el equilibrio, Carlos. La vida es un puzzle, y cada pieza debe encajar". Salí de ahí con migraña y la certeza de que algo no cuadraba.
Decidí investigar. Primero, revisé los registros del edificio. Eduardo no aparecía en ningún contrato de alquiler. Luego, seguí su rutina. Una mañana, lo vi salir con una maleta, pero no fue al aeropuerto, sino a un edificio anodino en las afueras. Me colé (sí, a los 62 años, gateando como en una película mala). Dentro, encontré oficinas con logos de "VidaIdeal", una agencia de marketing. Había monitores con grabaciones de Eduardo: corriendo, desayunando, sonriendo como si le pagaran por molar. Entonces lo entendí: Eduardo no era real. Era un actor, una marioneta de esta agencia para vendernos la idea de la vida perfecta. ¿Las bombillas LED? Patrocinadas. ¿El gimnasio? Parte de una campaña para promocionar una marca de ropa deportiva. Hasta el club de lectura era un truco para vender libros de autoayuda.
Confronté a Eduardo en el pasillo. "¡Eres un fraude, vecino!", le grité, blandiendo mi celular con fotos de las oficinas. Él no se inmutó. Sonrió, esa maldita sonrisa de dentífrico, y dijo: "Carlos, todos somos un poco ficticios, ¿no? Tú eliges qué historia contar". Luego se metió en su apartamento, y juro que escuché risas de fondo, como si fuera una sitcom en vivo.
Ahora estoy en mi sofá, con Ernesto el cactus como único testigo. No sé si denunciar a VidaIdeal, unirme a su farsa o seguir comiendo mortadela mientras finjo que no me importa. Lo único claro es que Eduardo sigue en el 4B, corriendo a las 6:30, desayunando a las 8:00 y siendo jodidamente perfecto. Y yo... bueno, yo sigo siendo Carlos, preguntándome si la vida perfecta es solo un buen guion.
«Algunas veces, la peor cosa que puedes hacer es pensar demasiado.» (Robert De Niro, nacido el 17 de agosto de 1943 y al que hoy podemos felicitar su 82 cumpleaños y por habernos hecho soñar sin necesidad de pensar demasiado)
Y que cumplas muchos más de los 45 de hoy y yo no me preocuparía demasiado por la silla vacía; seguro que se llena rápido.
La cadira buida
Seia al marge del món, amb els colzes sobre els genolls i els ulls perduts al terra esquerdat. La gent passava de pressa, com si el seu silenci fos transparent. Cada rialla aliena li recordava un buit antic, una taula on mai ningú l’havia esperat. El vent li xiuxiuejava records que no tornaven, noms que només ella pronunciava. I així, asseguda, va entendre que la cadira no era invisible: era buida, i la buidor era tota seva.
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