lunes, 18 de agosto de 2025

EL DESCONOCIDO DE LA AZOTEA (I)

Yo lo vi antes de que tuviera nombre. Aparecía a la misma hora, cada tarde, como una palabra que el cerebro pronuncia sin querer, apenas un soplo de sílabas que no dicen nada y, sin embargo, ocupan todo. En mi azotea de Barcelona, con las toallas tendidas como banderas de países que no existen, él salía a fumar. La primera vez pensé que era un vecino nuevo; la segunda, que era una costumbre; la tercera, que era un ritual que yo iba a aprender de memoria.

No intercambiamos saludos. En esa frontera de tejas, antenas y ropa mojada, saludarse sería ya quemar un puente. Aprendí a traducir el humo: un cigarrillo largo significaba que venía cansado; uno a bocanadas nerviosas, que llevaba el día en guerra. También aprendí su silueta. Tenía una espalda que pedía descanso, brazos de quien carga cosas y una forma de inclinar la cabeza como si la ciudad le hablara al oído y él fingiera no entender.

Lo quise antes de quererlo. Ese vicio mío: adelantar deseos como quien paga por adelantado un alquiler. No fue flechazo, fue filtración. Se me coló por el ruido de los autobuses, por el vapor del colacao del bar de la esquina, por la música amarga de una lavadora que tiembla en el piso de abajo. Me fui acostumbrando a su presencia como a una grieta en la pared: al principio molesta, después la llamas decoración.

Un martes de viento, el tendedero partió una pinza. Mi camiseta favorita voló y se enganchó en su antena, clavada como un estandarte de rendición. Él la miró, sonrió apenas y desapareció. Pensé que había decidido ignorarme. Tres minutos después volvió con una caña telescópica y, con paciencia de pescador melancólico, me devolvió la prenda. No dijo nada. Yo tampoco. Solo levanté la mano a modo de gracias, ese gesto prehistórico que sobrevive a todas las tecnologías. Él imitó el gesto. Y ya estaba: teníamos un idioma.

Desde entonces empezaron los pequeños trueques. Una noche de lluvia me deslizó por la cuerda una bolsa con pinzas nuevas. Otro día, yo le envié, sin nota, una rebanada de coca de San Juan que me había sobrado. A la semana, aparecieron dos entradas arrugadas para una sesión perdida de cine de barrio: “Martes, 20:00, versión original”. No bajé. Imaginé que tampoco él. Me gustó esa coincidencia de cobardías.

Hablábamos con cosas. Una bufanda colgada en el filo decía “tengo frío”. Dos vasos de plástico en el murete decían “no me gusta beber sola”. Un pañuelo rojo decía “tengo un secreto que me arde”. La ciudad nos veía desde arriba y no entendía nada. Mejor. Hay amores que, si se explican, se extinguen como velas mal sopladas.

El primer mensaje escrito llegó sin avisar. Un papelito doblado en cuatro, sujeto con una pinza azul. Decía: “¿Crees que es posible querer a un desconocido?” Me detuve. En otro tiempo me habría reído. Ahora no. Arranqué una hoja de mi libreta de listas imposibles y respondí: “A veces es la única manera honesta de querer.” Devolví la nota sin firma. Él la leyó con una seriedad que me gustó mucho: la de quien no usa la ironía como excusa para no sentir. A la noche siguiente, otro papel: “¿Y si nos conocemos, se rompen las costuras?” Respondí: “Si se rompen, será por exceso de cuerpo, que es una forma digna de romperse.”

Desde esa tarde su humo cambió de sabor y mi azotea de altura. Empecé a elegir la ropa por lo que podía decir colgada al viento. Sábanas blancas cuando quería paz, camisetas negras cuando necesitaba conspiración, la falda roja cuando llevaba el deseo al borde de la lengua. Una madrugada de insomnio compartimos silencio. Él apoyó la espalda en la pared; yo, la frente en la barandilla. La noche olía a gas y a pan tostado: ciudad de gente que madruga para otros. Un gato cruzó el patio como una duda decidida. Pensé que tal vez hacía siglos nos mirábamos así: dos puntos en la cartografía mínima de un barrio.

Hubo un día, por fin, en que perdimos el miedo al ascensor. Yo lo esperaba, él también. Puerta que se abre, caja de metal que aprieta presente, pasado y alguna fantasía por metro cuadrado. Él dijo: “Hola”. Yo dije: “Hola”. La cabina bajó con esa solemnidad ridícula de las cosas baratas. No nos miramos y, sin embargo, estaba todo mirado. En el portal nos detuvimos.

—Soy Dani —dijo.

—Soy Lila —dije.

Sentí que traicionaba a alguien, no supe si a mí de antes o a la desconocida‑libre que había sido arriba.

—¿Subimos? —preguntó él, torpe, valiente.

—No hoy —dije, clara.

—¿Café mañana?

—Mejor té. Y mejor en la azotea.

No hicimos café ni té. Subimos cada cual por su escalera y colocamos dos sillas plegables a una distancia que no habría aprobado ninguna mesa de comedor. Llevábamos libros que no pensamos leer. En medio, un termo. Yo llevaba té de menta. Él, por si acaso, café que no probé. Soplé el líquido y sentí que el vapor me lavaba algo que no sé nombrar. Él me habló del trabajo: repartidor a domicilio, piernas fuertes, espalda cansada, clientes que confunden propina con respeto. Yo hablé del mío: freelance escritora fantasma, manos rápidas, ojos cansados, clientes que confunden urgencia con amor propio. Risas pequeñas, alguna carcajada rota. Entre frase y frase, el viento hacía de editor y quitaba lo sobrante.

La primera caricia no fue caricia. Fue su mano rozando el asa de mi taza mientras me la sostenía para servirme. La segunda sí. Se acercó para apartarme un mechón y su dedo índice, prudente, tocó mi sien con la timidez de las cosas que podrían no existir. Agradecí la prudencia. El deseo no siempre quiere heroísmos; a veces pide que lo acaricien como a un gato que ha vuelto.

Quise que me besara. No lo hizo. Me miró la boca como quien mira un país al que no tiene visado. Me enfadé con su delicadeza. Le perdí el rencor al verle los nervios. En alguna parte de mi cuerpo alguien levantó un cartel que decía: “Con calma, pero con verdad.” Nos quedamos ahí, quietos, escuchando la ciudad como se escucha el mar por dentro de un caracol.

«La verdadera revolución comienza en la conciencia de los hombres, no en la violencia de las calles.» (Edward Abramowski, nacido el 18 de agosto de 1868 para ejercer de anarquista teórico. La práctica no la superó cuando se dio cuenta que toda revolución comporta violencia)

No cumple desde hace más de 21 años, se quedó en los 61 y dejó una canción que, como muchos otr@s, popularizó la competencia.


Somriure etern

Quan ella passa, el temps s’atura. El sol sembla baixar un graó només per mirar-la als ulls, i fins la brisa perd la pressa per jugar amb els seus cabells. Tinc fred, però amb ella el món s’encén com si el dia fos d’estiu etern. No hi ha ombres que pesin, ni paraules que sobrin. Només ella, i aquest somriure que m’empeny a creure que, malgrat tot, sóc feliç.


 

 

 

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