EL DESCONOCIDO DE LA AZOTEA (II)

Las semanas se hicieron estructura. Había días de lluvia en que uno de los dos no subía, y el otro dejaba un signo convenido: un folio doblado en triángulo si estaba bien, un círculo si necesitaba hablar. Empezamos a contarnos cosas que no caben en la sala de espera de los conocidos: la madre de él, que vivía lejos y llamaba a horas impracticables; mi ex, que enviaba mensajes a las tres de la mañana con fotos viejas como si fueran recuerdos de uso público; los miedos ridículos (él a las cucarachas, yo a la gente que pronuncia demasiado las erres); las vergüenzas útiles (él se había inventado durante años aficiones para gustar; yo había aprendido a llorar solo cuando friego los platos).
Una tarde, mientras el sol se iba por la diagonal de los edificios, le conté que en el instituto pensé que nadie me iba a querer nunca, y que, para entrenar, aprendí a querer a desconocidos: a la bibliotecaria que me sonreía desde detrás de un mostrador, al profesor de latín que olía a tiza limpia, a la mujer del quiosco que me guardaba el suplemento de los sábados. Él se quedó callado largo rato.
Luego dijo:
—A mí me enseñaron al revés: que querer sin conocer es caer en una trampa.
—Quizá precisamente por eso es lo único que no
pretende atraparte —respondí.
Asintió. No me besó. No hacía falta.
Y, sin embargo, una tarde sí. No tenía por qué, pero sí. Habíamos discutido por una tontería. Él había bajado a comprar pan, yo había subido con mi orgullo. Quise hacer una broma y sonó a juicio. Él contestó pensando que yo era como las otras, yo respondí pensando que él no era como yo. Silencio torpe. Entonces él, con ese coraje que no sabe presumir, cruzó el patio por la terraza de al lado, entró por una puerta abierta, apareció por mi trastero, y al llegar frente a mí preguntó:
—¿Puedo?
—Hazlo —dije, casi ronca.
Me besó con una pacífica ferocidad, como si nos hubiéramos prometido algo sin fecha de entrega. No hubo épica. Hubo bocas que se prueban, labios que dudan, lengua que busca justo lo suficiente para encontrar. La ropa tendida nos miraba con una tolerancia vieja. No hicimos nada más. O sí: nos permitimos el lujo de quedarnos apoyados en la pared, respirando como quien vuelve de un túnel y, por fin, ve cielo.
No hubo sexo ese día. Llegó después, y fue un idioma más. No lo contaría si fuera solo piel. Pero fue memoria también: cuerpos que por fin se encuentran sin tener que demostrarse nada. A él se le quebró la voz cuando me susurró que a veces se sentía un impostor. A mí se me quebró otra cosa cuando le dije que yo también. Fue hermoso y torpe y muy nuestro. Al terminar, reímos porque el gato del patio, ese diplomático del barrio, se quedó mirando desde la barandilla como si pidiera informes.
No todo fue claro. Una noche no subió. Dos. Tres. Volvió al cuarto día con la cara rota: un cliente borracho, un tropiezo, una caída tonta, una visita a urgencias. Quise convertir mi miedo en reproche. No lo hice. Le curé las heridas en silencio con su botiquín que olía a menta y plástico. Él me dijo “gracias” y yo entendí que hay días en que lo más íntimo es aceptar que te cuiden.
La historia podría terminar aquí, en la belleza de lo cotidiano confirmado. Pero no sería honesto. Porque un domingo, cuando el verano iba retirando sus toldos, encontré en el buzón un sobre sin remite. Dentro, una foto. Se nos veía a los dos, cada uno en su azotea, mirando hacia el otro con esa seriedad dulce que habíamos cultivado. La foto venía con una nota: “Vecinos, en la comunidad no vemos con buenos ojos sus reuniones en las zonas comunes. Rogamos discreción.” Firmaba el administrador. La vergüenza me arrojó una sombra en el estómago. La rabia me encendió como un radiador viejo. Subí. Él ya estaba esperando. Le enseñé la nota. Dani sonrió, no sé si cansado o libre.
—La gente necesita guiones —dijo.
—Y nosotros los habíamos tirado todos —respondí.
Decidimos algo raro: no íbamos a dejar de vernos, pero íbamos a proteger lo desconocido que nos había unido. Volvimos a los signos, a los objetos, a los silencios. Menos tiempo juntos, más imaginación. Nos negamos a convertir lo nuestro en un expediente del administrador. Había días de cama, sí; otros de palabras; muchos de nada, que a veces es el tejido más firme.
Un día, sin aviso, Dani no subió, ni bajó, ni llamó. Un día, dos, cinco. Le escribí un mensaje. No contestó. Lo llamé. Móvil apagado. Fui al portal. Su buzón rebosaba. Pregunté a la portera.
—Se ha ido —dijo—. Trabajo nuevo. Otra ciudad.
Me quedé quieta. Ni tragedia ni alivio. Una suspensión. Subí a la azotea. Las cuerdas sin su ropa parecían una partitura de silencio. Quise llorar. No pude. A veces el cuerpo se defiende con un orden absurdo. Recogí mis pinzas. Las guardé en una caja. Me hice un té que supo a nada.
Esa noche puse una silla mirando hacia la nada que dejó Dani. En la barandilla, dejé un papel: “Sí. Es posible querer a un desconocido. A veces es la única manera honesta.” A la mañana siguiente, en el lugar donde él fumaba, apareció otro papel, sostenido por una pinza nueva, azul. Decía: “Gracias por el humo compartido”. No estaba firmado. No era su letra. Sonreí. Miré el cielo de Barcelona, esa sábana infinita donde secamos las ganas y las pérdidas. Pensé que quizá lo nuestro tenía que terminar así: en una frase que no termina de cerrar.
Desde entonces, cuando subo a tender, vuelvo a ese vicio: querer sin garantía. Quiero a la mujer que riega cactus en la azotea de enfrente y les habla como si los cactus contestaran. Quiero al hombre que hace flexiones torpes al atardecer con una perseverancia que da ternura. Quiero a la chica que lee en voz alta poemas que no entiendo pero que me limpian por dentro. Quiero, sobre todo, lo que no conozco de mí cuando miro hacia ese lado del barrio donde Dani ya no fuma y, sin embargo, su humo sigue diciendo algo que no sé, algo que se parece mucho a una promesa no pronunciada.
No sé si un día volverá. Si vuelve, no le preguntaré por qué se fue. Haré lo que sé: pondré a secar una sábana blanca y una falda roja. Calentaré té. Abriré la caja de pinzas azules. Y dejaré en la barandilla, otra vez, la vieja pregunta que fue un comienzo: ¿es posible querer a un desconocido? Que el viento conteste. Yo, mientras, sigo aprendiendo nuestro idioma.
«Pensar es un verbo de desempeño, no el nombre de una entidad oculta.» (Gilbert Ryle, nacido el 19 de agosto de 1900 para desempeñar la función de pensar, vamos que fue filósofo. Lo anterior no quiere decir que sólo los filósofos piensen: l@s que no lo somos también es bueno que lo practiquemos)
Y que cumplas muchos más de los 70 de hoy: tu voz sigue siendo muy personal aunque sonaba mejor con Quimi Portet ¡Lástima que no te gustase cantar en catalán! Yo te haré el microrrelato de tu canción en catalán y verás (leerás si te pasas por aquí) lo bien que queda.
Ales enfangades
S’alcen, carregats de fang, els ocells que mai no han après a volar net. El cel els reclama, però l’aire pesa com un deute antic. Jo els miro, i veig en cada batec d’ala un intent desesperat d’oblidar la terra enganxosa que els lliga. No hi ha música més trista que el vol que no arriba, ni esperança més fràgil que la del fang fent-se ploma. I tot i així, hi tornen, tossuts, com si la llibertat fos només això: provar de nou, encara que la terra sempre els reclami.
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