POR QUÉ HEMOS PROGRESADO MÁS EN LA COCINA QUE EN EL SEXO
Nos salvó un colador, pero el milagro fue otro: aprender a decirlo sin rodeos. Soy yo quien lo cuenta. Yo la que compró el colador “de acero bueno” y un bote de lubricante escondido en el bolsillo interior de la chaqueta, como si fuera contrabando. Lo segundo salvó la noche tanto como lo primero.
Puse la olla grande al fuego y me subí las mangas. La cocina, con sus azulejos de bar de carretera, olía a ajo y a lluvia que entraba por la ventana del patio. Él llegó detrás y me besó el hueco del cuello. No hubo violines. Hubo su aliento y mi piel que dijo “sí” antes que yo.
Los ajos empezaron a bailar en el aceite. Laminados, dorándose sin quemarse. Abrí la guindilla con los dedos. La punta me picó el pulgar; la llevé a la boca y la lengua se me puso alerta. El cuerpo imitó a la lengua. Me giré y le dije, sin poesía:
—Tócame aquí.
No señalé el aire. Le llevé la mano. Palma abierta, presión suave. —Más lento —le pedí—. Modo domingo.
—¿Así?
—Más abajo. Más barrio.
La palabra me hizo reír, pero mis caderas la entendieron mejor que yo.
Pelé los tomates como se desnuda una fruta que sabe lo que hace. La piel caía en tiras tibias. Él me miraba las manos y yo pensé en sus manos y en mi hambre. Abrí la alacena y saqué el colador, como quien saca una bandera blanca. Se lo puse en las manos. —Para que no se nos pegue nada —dije. Hablaba de la pasta, sí, pero también hablaba de la culpa.
El agua comenzó a hervir con ese rumor de público contento. La sal gorda dibujó estrellitas. Dejé caer los espaguetis y los sumergí con la cuchara de madera. Él se acercó a mi espalda. No me escondí ni negocié con el pudor: separé los pies, pegué el vientre al canto del mármol y coloqué sus dedos donde quería.
—Más presión —le guié—. Aquí. Y un poco de círculo.
La palabra círculo, en mi boca, fue una llave. El cuerpo se relajó; la respiración encontró un paso.
Él preguntó:
—¿Y si bajo más?
—Semáforo —dije, sonriendo—. Luego mar.
Apagué el sofrito un minuto para que no se quemara. Probé una hebra de pasta. Aún le faltaba. A mí no. Me temblaban las rodillas, pero no de prisa: de precisión. No quería velocidad, quería lenguaje. Le pedí que me besara la muñeca, luego el antebrazo, luego ese pliegue donde el delantal deja piel. Me obedeció con una torpeza preciosa. Le tomé la cabeza con las dos manos y lo llevé. Él entendió. No necesitábamos metáforas.
—Más lengua —susurré—. Y menos dientes. Sí, así.
Más aquí. Para. Otra vez.
El aceite chisporroteó a nuestro ritmo, como un metrónomo descarado.
Colamos la pasta. El vapor nos mojó la cara y se pegó a mis pezones por debajo de la camiseta; los sentí reaccionar. Yo lo miré sin taparme nada:
—Quiero que me lo digas como en la receta: paso a
paso.
Él tragó saliva y obedeció.
—Te giro. Te bajo el delantal. Te beso la
espalda. Te muerdo este borde.
Mi piel se contrajo con la promesa, no con el mordisco.
—Sigue.
—Te abro con la mano. Despacito. Con cuidado. Me dices dónde. Paro si dices semáforo.
—Y dices mar si quieres que abra yo —le añadí—. Y
barrio si quieres que baje.
Nos reímos, pero ya no era broma.
Servimos en platos hondos, y el vino nos hizo valientes. Mi lengua estaba roja de tomate y palabras. Debajo de la mesa lo busqué con el pie. Él subió la mano, sin miedo, por la cara interna de mi muslo. No hice teatro: la abrí. Le guié la muñeca como se guía una cuchara en un bol que no quieres salpicar.
—Aquí. No entres aún. Solo presión. Misma dirección. Eso.
El cuerpo se me tensó como cuerda. No busqué el final. Busqué el trayecto. Cuando quise más lo dije.
—Ahora sí. Entra. Despacito. Más abajo. Un poco más. Para. Sigue. Quieto. Ahora.
Lavamos los platos a cuatro manos. Le di la botella del lubricante como quien pasa el aceite de oliva.
—Pon un poco en tu mano —le pedí—. No más. Vamos a mi habitación.
—A la nuestra —corrigió. Me gustó la precisión.
En el pasillo me quité la camiseta. No por espectáculo: por comodidad. Quería sentir la noche. Entramos con la luz justa. Él me miró el pecho con una gratitud que me ablandó las piernas. Le cogí la mano y la guié otra vez.
—Más vertical. Menos presión ahora. Aquí sí entra. Más hondo. No tanto.
—¿Así?
—Mejor. Quédate. Respira conmigo. Dale ritmo. No corras.
No voy a describir cada gesto: no por pudor, por eficacia. Diré que usamos la lengua como se usa una espátula fina; que su boca bajó por mi vientre con atención; que cuando hizo falta, el lubricante hizo su parte sin drama; que me dijo “dime” y yo dije “dentro” y luego “más lento” y luego “para” y luego “otra vez” y así, hasta que el cuerpo decidió por nosotrxs una pequeña fiesta privada. La cama crujió como un pan al romperse. Yo me abrí como se abre un frasco difícil: con paciencia y un golpe en seco. Él se quedó a escuchar mi respiración como quien espera el hervor justo. No hubo truco: hubo consentimiento explícito y un calendario nuevo de palabras cortas.
Después me tumbé boca abajo, la cara hundida en la sábana que olía a jabón y a nosotros. Él me besó detrás de la rodilla. Ese lugar me deja siempre sin defensa. Me reí. Me dormí a medias. Me desperté para escribir un título en una libreta roja: “Manual doméstico del cuerpo”. Primeras entradas: “consentimiento explícito”, “palabras cortas”, “lubricante a mano”, “agua”, “tiempo”, “humor”. Y la regla más útil: “si se corta, no tirar: batir otra vez”.
Hemos progresado más en la cocina que en el sexo porque a la cocina la bajamos de los altares: medimos, probamos, rectificamos, aprendimos a aceptar el error y a celebrar lo simple. Anoche empezamos a copiar el método. No épica. No examen. Solo hambre bien hablada. Hoy preparo otra olla. Él mete las manos en mi espalda con la misma calma con la que prueba la salsa. Yo le digo “barrio” y baja. Dice “mar” y abro. Y si algo se pega, colamos, enjuagamos, volvemos a empezar. Fuego lento. Lenguaje claro. Y dos cuerpos que ya no se temen el apetito.
«La única finalidad aceptable de la actividad humana es producir una subjetividad que enriquezca continuamente su relación con el mundo.» (Justo cuando se acabaron las olimpiadas de Barcelona, se acabó también Félix Guattari, filósofo francés y, por tanto, de izquierdas)
Habría cumplido 32 años pero se quedó en 31 y es que solo iba en una misma dirección... como sus compañeros de banda.
El secret que encens sense saber-ho
Et pentines com qui apaga un incendi i, mira, em deixes en cendres. A l’andana, el reflex del metro fa parpellejar els teus ulls i tu abaixes la mirada com si fossis un error menor. Ignora-ho: la teva rialla fa miques els anuncis, i el teu caminar desordena la ciutat. Quan t’empasses el glop de llimona, a mi em puja la marea. No ets perfecta; millor: ets improbable. I això, que no et surt a cap selfie, és el que m’il·lumina la cara quan et dic: “Mira’t menys”.
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