domingo, 3 de agosto de 2025

MIENTRAS TANTO, EN KAMCHATKA, LA TIERRA GRITA

(Imagen creada con IA) 

 El día comenzó con una promesa: niebla baja, viento del noroeste y un café espeso que se enfriaba más rápido que las relaciones diplomáticas. Kenji Ito encendió su portátil antes de encender la estufa. El gato —esa criatura muda y altiva que ahora se llamaba simplemente “Gosu”— dormitaba sobre el abrigo que aún olía a azufre y a miedo viejo. Todo era normal, o tan normal como puede ser una vida construida en la sombra de un volcán dormido.

Dormido, sí. Durante más de cuatro siglos, el Kracheninnikov había sido un anciano venerado, una estatua natural que posaba para turistas y satélites. Hasta hoy.

A las 7:13, hora local, la tierra ya no tembló. Solo exhaló. Un suspiro negro, caliente, milenario. Un grito de garganta seca, enterrado en lava petrificada. Primero fue el olor. A cerillas encendidas. Luego, el cielo se volvió de tiza. El resto vino con la dignidad de las tragedias lentas: la columna de ceniza, 6.000 metros hacia el techo del mundo, como un recordatorio vertical de quién manda aquí.

Kenji no corrió. Bajó al garaje, sacó su cámara y subió a la vieja camioneta que usaba para los días de campo o los domingos sin respuestas. Condujo hacia el mirador de Kopylovskaya, un nombre que siempre le pareció más propio de una ópera que de una carretera. Allí, con el Kracheninnikov enmarcado por un bosque de abedules que ya parecían fantasmas, vio al monstruo escupir sus siglos de silencio.

Y lo hermoso fue eso: que no rugía. No tronaba, ni crujía. Solo expulsaba. Como si al fin pudiera respirar después de tanto tragar las estupideces humanas.

—Qué educado —murmuró Kenji, mientras ajustaba el foco—. Nosotros gritamos por nada. Él solo habla cuando lo necesita.

Una voz en su walkie interrumpió la contemplación:

—Kenji, ¿lo estás viendo?

Era Raisa, la geóloga que seguía creyendo en los mapas. Estaba en el observatorio costero, tomando registros y sorbiendo sopa instantánea.

—Lo estoy respirando, Raisa. No hay fuego. Solo ceniza.

—¿Zonas habitadas?

—Solo nosotros. Y el gato. Pero no está preocupado.

En Moscú, alguien ya redactaba el comunicado. En Washington, alguien calculaba cuánto tardaría la nube en cruzar el Pacífico. En Instagram, alguien subía un video de la erupción con música épica de fondo y una cita falsa de Tolstói. Y en la península de Kamchatka, el volcán se alzaba como un dios ofendido por el ruido.

El terremoto había abierto la puerta. La erupción, simplemente, había entrado.

Kenji pensó en los ciclos, en los pliegues del tiempo que solo entienden las montañas. Pensó también en su padre, que hablaba del mundo como si fuese un animal cansado. “La Tierra no nos odia, hijo. Solo se defiende.”

A mediodía, la nube avanzaba con elegancia hacia el este, rozando el Pacífico como un vestido de novia hecho de humo. No había tsunamis. No había muertos. No había turistas sacando selfies ni periodistas buscando culpables.

Y sin embargo, todo había cambiado.

Kenji sacó una libreta y escribió algo, sin pensar, con la urgencia de quien anota un sueño justo antes de olvidarlo:

“A veces, lo que más miedo da no es lo que explota, sino lo que por fin se atreve a decir algo.”

El volcán seguía ahí. Soberbio. Quieto.

Y el mundo, como siempre, hablaba de otra cosa.

«L'exili no s'acaba quan travesses la frontera, sinó quan deixes de somiar a tornar» (Xavier Benguerel, nacido el 3 de agosto de 1905 para ganar el Planeta en 1954 y ser Premio de las Letras Catalanas en 1988 después de pasarse una buena parte de su vida en el exilio, por disentir con el que ganó la guerra incivil  en 1939)

Y que cumplas muchos más de los 86 de hoy para que dejes de "calentar banquillo" porque The Beatles, nunca van a volver. Hoy es el cumpleaños del señor que toca la batería y que no es Ringo Star. Se llama Jimmie Nicol y sustituyó a Ringo en 1964 durante 13 días cuando cayó enfermo por unas amigdalitis. 

El que no vaig enviar-te

Et vaig escriure una carta des de l’aeroport, entre dues mirades perdudes i un cafè que cremava com les ganes. No la vaig enviar. Com totes les altres.

Hi deia que encara em tremolen els dits quan recordo com somreies abans d’adormir-te. Que et prometia petons en cada adéu, com si fossin panys tancant la por.

Ara les guardo totes dins d’un llibre que mai has llegit. Són com les meves promeses: escrites amb pressa, trencades amb temps.

Però encara te les estimo. Una per una.

Com a tu.


 

 

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