martes, 9 de septiembre de 2025

INTERESES DEVENGADOS (I)


Me dejó un martes, con la delicadeza de quien devuelve un libro que nunca leyó.

—No eres tú, Nico, es que estoy cansada de oír mi eco cuando hablo —dijo, mientras me dejaba una planta suculenta de despedida. Una de esas que sobreviven a casi todo. A casi.

La planta tenía hojas carnosas como orejitas de gato. La puse en el alféizar y pensé que, si el amor fuese un negocio, yo acababa de firmar un mal contrato. El corazón, sin embargo, insistía en venderme acciones a precio de burbuja. “Compra más, invierte más, ya remontará”. El corazón es un bróker con la voz del niño que fui, convencido de que un abrazo al aire puede aterrizar en algún pecho lejano.

Esa noche no dormí. Hice lo que hacen los derrotados que aún creen en la geometría: abrí una libreta cuadriculada y dibujé una balanza de platillos. En la izquierda, el cariño dado: almuerzos improvisados, llamadas durante insomnios que no eran míos, paciencia con sus silencios, deseo sin reloj. En la derecha, lo recibido. El platillo izquierdo pesaba como un miércoles llovido. El derecho flotaba, coqueto, fingiendo no tener nada que ponerse.

Entonces recordé a la tía Fina, maestra de trenzas y supersticiones laicas. “El afecto nunca se pierde, hijo. Es como el calor que sale del horno cuando horneas pan: calienta la casa aunque no te lo comas entero”. Yo, que no horneo nada sin quemarme, quise creerla. Imaginé una contabilidad celeste: un Banco Central del Cariño donde los intereses no los calcula un algoritmo, sino una señora con moño y lápiz en la oreja que, a fuerza de sumar abrazos, se ganó un Nobel invisible de Economía Doméstica.

El miércoles, para no pensar, bajé a separar vidrio y papel en el contenedor. La vecina del tercero, doña Rosa, estaba pegada a la puerta, un saquito de huesos con olor a mandarinas viejas.

—¿Le bajas la basura? Es que hoy los tobillos me cantan flamenco —me dijo, sonriendo con la dentadura postiza en el bolsillo del delantal.

La bajé. Saqué también los cartones que guardaba por si algún día le llegaba un paquete. Doña Rosa no esperaba paquetes. Hice como si no supiera.

—¿Le traigo pan? —pregunté.

—No, hijo. Trae tiempo. Para que me cuentes cómo va el mundo.

Traje pan y tiempo. Mientras hablábamos, un gato callejero se acomodó en mis zapatos. Olía a calle y a tormenta próxima. Doña Rosa me dio un beso en la mejilla que sabía a crema Nivea y a paciencia. Lo apunte mentalmente: Entrada en el haber.

El jueves, en la plaza, vi al chaval de la sudadera roja. Siempre jugaba al ajedrez con una concentración de cirujano. Nadie se sentaba con él. Le propuse partida.

—Te aviso, señor —dijo, señor— que yo juego sin reina. Mi madre no me deja usar la reina. Dice que me acostumbro a ganar por belleza.

Reí. Perdí en diecisiete movimientos. Me enseñó un truco con el caballo que se llamaba “el salto del perro cansado”. Me caía bien su fe en que las piezas tuvieran pereza, hambre, miedo. Quise pagar la enseñanza con un batido de fresa.

—No, gracias —respondió—. Si me invitas, luego me debes. Prefiero que me cuentes cómo haces para no llorar cuando pierdes.

No tenía respuesta. Le dije que hago lo mismo que con el picante: aguanto, hago chistes, y luego bebo agua a escondidas. Se río. Me dio un puño en el hombro, como si templara un metal dentro de mí. Haber: 1 puñetazo amistoso. Cartera emocional: en alza.

El viernes regresó el insomnio. Imaginé al Comité del Nobel de la Comprensión Básica convocándome de madrugada.

—Señor Nicolás —dijo el académico sueco, con acento de doblaje—: explíquenos su Ley de Rendimientos Emocionales.

Me levanté, hice un gráfico en la puerta del frigorífico con imanes y post-its. Eje X: expectativa de ser correspondido. Eje Y: felicidad percibida. La curva subía al principio: dar sin calcular aligera. Luego caía en picado cuando la expectativa pedía recibo. Al final, volvía a subir desde el suelo: cuando te rindes de perseguir la cara exacta que imaginas, aparece una cara imprevista, no la que querías, quizá la que necesitabas. Tiré de la puerta. El frigo respiró como una bestia blanca. Saqué agua. Brindé con el jurado invisible.

—Hemos tomado nota —dijo el sueco sin moverse.

A la mañana siguiente alimenté a Cometa, el perro sin dueño que patrulla la esquina. Me adoptó con la indiferencia elegante de quien ya me había visto. Cometa no me pide promesas; sólo pan duro y que le rasque detrás de la oreja izquierda, donde el mundo se detiene dos segundos. Al frotar, el pelo de Cometa huele a polvo de persiana, a sol y a invierno adelantado. Lo apunto: Haber 2.0, con pelaje.

Más tarde, en la tetería de la esquina, ella estaba. No mi ex. Otra ella. De pelo corto de recién llovida, manos firmes de quien ha aprendido a que no se le caigan las tazas. El cartel decía “Lu”. La gente pedía la especialidad de la casa con nombre pretencioso; yo pedí agua caliente y una rodaja de limón con el pudor de quien hace un voto.

—¿Algo más? —preguntó.

—Sí. La ciencia exacta para olvidar un perfume.

—Eso no se olvida —dijo, dándole vuelta a la taza—. Se sustituye. Como las contraseñas. ¿Azúcar?

—No. Estoy intentando desengancharme de la nostalgia.

—Suerte —sonrió—. La nostalgia tiene brazos muy largos.

La taza olía a cáscara y a cuerda de guitarra vieja. La miré las manos. Tenían cicatrices finas, recuerdos de platos traicioneros o de algo menos doméstico. Me dijo de reojo:

—Las cicatrices se parecen a los mapas: no explican cómo se llega, sólo dónde te abriste.

No supe si era una invitación a contar mi historia o un cartel de “no pasar”. Sonreí como quien guarda billetes en un libro. Me fui sin preguntar su horario. Apunté: Intereses en curso, sin vencimiento.

«No hay nada tan práctico como una buena teoría» (Y eso que, de la teoría a la práctica existe un buen trecho. Le faltaba ese trozo a la frase de Kurt Lewin, nacido el 9 de setiembre de 1890, pero estaba bien construida para hacer estallar la cabeza al personal)

Fumaba mucho por eso hoy no puede cumplir 79 años. Se quedó en 58 y menos mal que pudo cantar la canción del vídeo 

Pel que val

Ens vam aturar al semàfor, com si el món obeís llums vermelles. A la plaça, un soroll que no sortia de cap altaveu: sabates fregant, tambors de joguina, claus repicant dins les butxaques. Algú xiuxiueja stop, i una coloma s’ho pren literal. Fa olor de pluja i de goma gastada. Les pancartes tremolen com espases de cartró. Jo aixeco la meva mà buida: és la meva pancarta. Pel que val, dic, no em fareu creure que el silenci és educació. Un policia m’ofereix un somriure antipànic. Li torno el favor: aprenc a fer soroll amb la respiració.


 

 


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