lunes, 8 de septiembre de 2025

L@S “AMIG@S” DE LA RED

El primer “hola” del día se me atragantó en el pulgar. No era grande: cabía en el gesto de subir la vista. Aun así, pesó como si llevara dentro todos los “ya quedaremos” de los últimos años.

—Tío, te acaban de mirar tres —dijo Sofía sin frenar el patinete—. Y tú has saludado al suelo.

—Economía de sobresaltos —respondí, y me sonó a receta.

La calle olía a pan tostado, a gasóleo y a una colonia barata que alguien dejó atrás como un indicio. Últimamente distingo olores mejor que nombres. Será la edad o el entrenamiento que da no saludar.

Marta —la de las fotos al amanecer que no amanece nunca— estaba en el banco de piedra con una botella de agua. Sé que odia el cilantro; ignoro si toma café solo o con leche. Me dio vergüenza reconocerla por una lámpara detrás de su sofá y no por su voz.

—Dile hola —insistió Sofía.

—Nos seguimos —dije—. No sé si eso incluye la calle.

—Incluye valor —me soltó, y clavó el pie en la acera. Diecisiete años y la puntería de una francotiradora.

Pasó Hugo, excompañero y campeón mundial de reaccionar con un emoji de fuego. Nos esquivamos en un baile antiguo: un paso a la izquierda, un amago de sonrisa, tres segundos de mirar un escaparate que vendía televisores con mares permanentes. A los veinte gritábamos de lado a lado; a los cincuenta afinamos el compás del silencio.

Me dolía la espalda con su puntualidad de notificación. En la marquesina, una mujer que sólo conozco por su lámpara de cobre bajó la mirada como si la hubieran apagado. Me dieron ganas de decirle “hola, lámpara” para no fallar el nombre. El chiste se me quedó en la lengua, amargo, como una broma de la que uno es parte.

—¿Te entristece? —preguntó Sofía, menos niña de lo que se cree.

—Un poco —admití—. Es como volver a una casa donde viviste y que ahora huele a pintura.

A veces pienso que las redes son vistas previas que abaratan el acto de ir. Todo parece a mano y, por eso, nadie aparece. La ciudad se volvió un menú degustación donde pruebas sin sentarte. Yo también me he convertido en eso que critico: un catador de vidas ajenas.

—Bórralos —propuso Sofía—. Si no saludas, ¿para qué?

—Borrar a alguien es tirar cartas a un contenedor transparente. Al final te ves la cara reflejada en la tapa.

Se rió. El sol, a esa hora, se colaba a tiras entre los toldos. El móvil vibró: «Personas que quizá conozcas». Qué puntería. El algoritmo tiene una crueldad educada; te ofrece justo a quien no te atreves a nombrar.

—¡Dani!

Mario. Tercero B. La cicatriz en la ceja seguía en su sitio; la juventud ya no. Me abrazó con ruido de carne, ese sonido olvidado. Nos sentamos en la terraza de siempre, menos la mitad de sillas y más prisa por cerrar.

—¿Tú qué? —preguntó.

—Yo bien, lo normal: la espalda, el trabajo, la extraña costumbre de hacer inventario de ausencias.

—Eso es pesimismo con gafas nuevas —dijo. Luego habló de su hijo, daltónico de colores dulces, y de la casa que se le queda pequeña. Yo conté lo del teléfono fijo de mi madre, que llama por si “me pilla en casa”, y cómo su voz raspa igual que antes, como un vinilo querido.

Reímos de la noche entera en el karaoke, del bolero que desafinamos sin vergüenza. En mitad de la risa, me atravesó la idea de que aquel recuerdo seguía vivo porque nadie lo había subido a ninguna parte. Las cosas que no están en la nube pesan. A veces ese peso es exactamente lo que te sostiene.

Pagamos. Nos dimos la mano con esa torpeza de quienes han entrenado el pulgar para deslizamientos más que para piel. Mario se fue con una promesa no performativa: “Te llamo”. Sonó a madera, no a plástico.

—¿Ves? —Sofía se acercó—. Eso también es red.

—Sí. La de seguridad —dije, y se me quedó temblando el orgullo en el paladar.

De camino a casa, la ciudad se llenó de balcones con ropa tendida. Siempre me gustó esa manera de decir “aquí vive gente”. En el segundo B, una camiseta del Atleti goteaba paciencia. Una señora sacudía una toalla como si espantara pájaros que sólo ella veía. Un niño colgaba pinzas de colores en fila. Me entraron ganas de aplaudirles por recordar lo que los demás olvidamos: la red que de verdad nos sujeta la montamos con nudos pequeños.

En el portal, mi madre me llamó por mi nombre completo.

—Se me apaga la lámpara —dijo—. ¿Subes?

Subí con el destornillador de siempre. El salón olía a sopa y a polvo de libros. La lámpara parpadeaba sobre su sillón como un ojo viejo. Subido a la escalera, busqué el ángulo donde no crujieran mis rodillas.

—Cuidado —murmuró, dándome la escalera con la delicadeza de quien entrega un secreto.

La bombilla se soltó con un quejido. La nueva encendió una luz amarilla, honesta, que no pide filtros para perdonarnos. Mi madre sonrió, y se le marcaron dos hoyuelos infantiles que me desordenaron el tiempo. Hice la foto con el móvil —salió movida, nos estábamos riendo— y la imprimí en la máquina de tinta que aún resiste junto a la ventana. Corté los bordes con tijeras desobedientes. Ella trajo un puñado de pinzas.

—Ponla en la cuerda —dijo—. A pleno aire no se pierden las cosas.

En el patio interior, una vieja red de tender la ropa convertía los pisos en barrios diminutos. Colgué la foto entre dos camisetas. El papel, al moverse, hacía un ruido de barquita. Desde otra ventana alguien puso música blanda; una trompeta de domingo. El mundo, por un momento, pareció ensayar la ternura.

Bajé a la calle con un olor a lejía amable en los dedos. El móvil vibró otra vez: “Mario quiere ser tu amigo”. Apreté aceptar por cortesía, pero la alegría me vino del patio, de las pinzas que mordían la foto para que no se la llevara el viento.

—¿Cuántos te quedan? —apareció Sofía, casco torcido, ojos atentos.

—Pocos. Los que quepan en la acera. Y los de la cuerda.

—¿La cuerda?

—La de la colada. La de siempre.

Caminamos despacio. Yo iba enumerando mentalmente: Marta con su amanecer, Hugo con su emoji, la mujer de la lámpara de cobre. No sé si algún día les diré hola. Me consuela pensar que, al menos, ya puedo distinguir cuándo un “hola” es un gasto y cuándo una inversión.

En un escaparate me vi reflejado: canas que no negocian, ojeras que no se presentan, una mirada que todavía busca la equivalencia exacta entre lo que doy y lo que me guardo. Levanté la mano, probando. Esta vez me devolvieron el gesto: el hombre del cristal y yo, dos desconocidos con un trato mínimo.

—¿Por qué son “amigos” entre comillas? —preguntó Sofía, señalando el título que había escrito en una libreta.

—Porque a veces la palabra se nos queda grande o pequeña —dije—. Y porque hay otra red que no necesita comillas.

—¿Cuál?

—La que cose —contesté, y pensé en la foto balanceándose en el patio, sostenida por pinzas de plástico barato y por una decisión sencilla: colgarla donde el aire la vea.

Esa noche metí la foto en la cartera. El móvil, al cajón. La casa hizo sus ruidos pequeños: una cañería que aprende a respirar, el ascensor volviendo de llevar a alguien a la cena, mis huesos poniéndose de acuerdo. Antes de dormir, me prometí una extravagancia para mañana: levantar la vista, decir “hola” a un desconocido, dejar que el saludo no sea un trámite sino una cuerda que, por un segundo, nos ate sin daño.

Y entendí el título del día sin necesidad de pantalla. Los “amigos” de la Red no son los que esperan al otro lado del icono, sino los que, con pinzas, con nudos, con manos, impiden que se te caiga la vida al patio. Una red que no te exhibe: te sostiene. Con esa me quedo. Con esa y con el pulgar aprendiendo, tarde, a acariciar cosas que no brillan.

«El alioli concentra en su esencia el calor, la fuerza y la alegría del sol de Provenza (y además tiene otra virtud: ahuyenta las moscas)» (La frase la escribió Frédéric Mistral después del 8 de setiembre de 1830. De las virtudes del alioli no soy nadie para contradecir a un premio Nobel de Literatura en 1904, aunque convendréis conmigo que, además de ahuyentar las moscas, ahuyenta los besos apasionados)

El que toca la batería en el grupo del vídeo (los que dicen que están solos) cumple hoy 69 años: no sé si estará afectado por alguna sordera porque, ruido, hacen.

Hotel de guixos

Vaig penjar el telèfon com qui apaga un incendi amb neu. A la cuina, el rellotge feia solos de bateria; a la finestra, el carrer assajava silencis afinats. Tothom parla de l’amor com d’un estadi ple; jo he après la sortida d’emergència: lliscar pel passadís, creuar la nit amb mitjons i no fer soroll. Quan obro la nevera, la llum em diu “torna”, però el fred m’ensenya a respirar. Em prometo no trucar-te. No ho faig. M’invento un futur de càmera lenta. Sona la porta. És la soledat, puntual.


 


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