viernes, 19 de septiembre de 2025

VENTANA PARTIDA

Él fingía trabajar; ella fingía haber terminado. No era cierto. Se buscaban a ciegas desde el #masde40 del irc-hispano: dos máscaras con sed. Él ofrecía hombros en sombra y pantalones caqui; ella escondía el mundo tras una melena miel. Al principio lo llamaron azar. Pronto supieron su nombre real: hambre.

En el messenger, las teclas les encendían la piel. Él aceleraba cuando deseaba; ella cuando se atrevía. Se olieron sin perfume: madera húmeda en su cuarto, cabello recién liberado en el de ella. En la ventana del chat se rozaron por catálogo: manos que aún no tocan, respiraciones que ya empujan. —Necesito verte los ojos —escribió ella. Él tanteó la ironía: —Lo único cierto es el pulso. La frase no defendía nada: pedía un rostro y un ahora.

El pacto fue sencillo y valiente: cámaras a la vez, sin ventaja. Contarían hasta tres. Luego, verdad.

Uno: él abrió la camisa un botón, lo justo para dejar pasar aire y nervio. Dos: ella alzó la melena y descubrió la línea del cuello, ese mapa donde la boca aprende educación. Tres.

La pantalla parpadeó y los dejó a la intemperie. Él, varón entero, con una sonrisa que no obedecía consignas. Ellla, mujer sin duda, con la claridad limpia de quien ya no pide permisos. El silencio tuvo temperatura: latió en las muñecas. Él acercó la cara a la cámara; el aliento empañó el cristal. Ella respondió con un gesto mínimo: los dedos a la altura de la clavícula, una pausa, la piel que se eriza al saberse mirada. Ninguno habló. El pudor dio un paso a un lado.

Él no dijo que tenía miedo. Pensó en decírselo con la frente: apoyarla en la mano, bajar la guardia. Optó por narrar con el cuerpo: inclinó el cuello, dejó ver la sombra de la garganta. Ella entendió el idioma. Soltó la coleta, dejó caer la melena por la espalda, no delante. «Así», dijo, apenas. El vidrio registró dos movimientos y un acuerdo: no al porno, sí a la piel honesta.

Se miraron con hambre de precisión. Él recorrió con los ojos la curva que une oreja y hombro, esa frontera que enciende sin pedir permiso. Ella se detuvo en la comisura de su boca, ese borde que promete y cumple. Él describió lo que oía: su ventana hacía un ruido leve, como un vaso que tiembla antes del brindis. «Yo oigo tu respiración», dijo ella. «Se parece al mar cuando empieza».

—No soy la melena —dijo ella, sosteniéndole la mirada—. Soy esto.

—Y yo —dijo él esta vez, sin parapetos— no soy los caquis. Soy esto.

Entonces sucedió lo atrevido: no desnudarse, sino quedarse. Permanecer en la luz sin huir de ella. Él dejó que el segundo botón encontrara su destino; la tela cedió un poco, nada dramático, suficiente. El gesto dijo: confío. Ella acercó la palma al objetivo hasta que el calor hizo sudar el cristal; dibujó con el dedo un círculo torpe y lo borró. El gesto dijo: estoy.

Hablaron después, pero desde más cerca. Las derrotas pequeñas ocuparon sitio en la cama imantada de las pantallas: domingos largos, sillas que crujen, la rutina que a veces muerde. Él confesó su manera de temblar cuando escucha un ascensor. Ella admitió que hay noches en las que no sabe volver a su cuerpo. Nadie compitió por la tragedia. El deseo se acomodó: menos escaparate, más verbo. No corrían; afinaban.

Apagaron las cámaras con un acuerdo silencioso: no romper lo frágil. En ambas habitaciones quedó el mismo olor: electricidad tibia y descanso. Ella cerró el portátil como quien guarda un talismán. Él se quedó mirando su reflejo en negro, sorprendido de haber sobrevivido al espejo.

Si alguien les preguntara por qué no siguieron, podrían inventar excusas modernas, pero elegirán esta: nadie les engañó salvo la idea que tenían del otro, y hasta esa mentira les sostuvo el puente. La webcam no perdona ni condena: ilumina. Y cuando ilumina, el pudor es el único que sangra. Esa noche aprendieron lo único que importa: el deseo no pide permiso, pide verdad. La verdad se la dieron. A partir de ahí, ya no supieron mentirse. La pantalla fue testigo; su costumbre, la única víctima.

«Sólo los necios y los ingenuos ignoran lo que una buena memoria le hace a una persona.» (Aunque la autora de la frase, Stefanie Zweig, nació el 19 de setiembre de 1932 ya debía saber que el mundo está lleno de neci@s e ingenu@s y, si hubiera vivido 11 años más, se hubiera dado cuenta de que tener memoria no nos ha servido para reducir ese número)

Tal día como hoy pero de hace 84 años nacía la mujer que nos dijo que los "lunes, lunes, eran unos mentirosos", junto a sus amiguitos de "los mamás y los papás".   La tuvimos entre nosotr@s solo 32 años cuando el corazón le jugó una mala pasada.

 

 

Fes-me un somni petit

La nit fa olor de taronja i pols de persiana. Em dic que avui no trucaré a ningú, que dormiré com els gats. Però encenc la ràdio baixa i la veu, vellut i fum, em demana que et somiï una mica. D’acord: et poso una brisa al clatell, dos estels al front i un coixí que recorda el teu riure quan feia calor. Em quedo a la vora del son, fent equilibris. Si vens, entra fluix. Si no vens, no em despertis: ja ets aquí.

Bonus track con sus amiguitos:


 



 

 

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