sábado, 25 de octubre de 2025

CAMBIO DE HORA PRESIDENCIAL

(Foto creada con inteligencia artificial) 

Decían que el presidente flotaba. Que la alfombra roja lo llevaba en volandas, que ya no pisaba el barro ni el precio del pan ni el bostezo cansado del metro. Yo lo veía por la tele y era como mirarse en un escaparate: siempre hay reflejos, nunca hay cuerpo.

Lo cercaban los problemas como moscas de invierno: pegadas, torpes, insistentes. Él sonreía con esa sonrisa que usan los equilibristas antes del vacío. Y entonces habló de Alcibíades, el hermoso can griego ardiendo para esconder un gobierno cojo. Nos soltó la palabra mágica: cortina de humo. Pero lo dijo sin decirlo, con la elegancia del que prefiere una colonia cara al desodorante barato.

El anuncio llegó un domingo, hora de siesta, cuando los culpables dormimos mejor. —He decidido proponer la supresión definitiva del cambio de hora —dijo. Y los tertulianos, boquiabiertos, se miraron las muñecas como si sus relojes pudieran votar. En los portales alguien aplaudió, o cerró de golpe. Yo pensé en mi abuela, que guardaba las monedas en una taza de café: el tiempo es eso, metal sonando donde no toca.

Me fui a la terraza. Barcelona sudaba luz de octubre. En la cuerda de tender colgaban calcetines viudos, dos camisas con la dignidad del lunes y una sábana que olía a sexo reciente y a detergente barato. Me encantó la indecencia de ese inventario: lo íntimo siempre es una forma de lo político. Si ya no cambiamos la hora —me dije—, ¿quién nos cambiará el cansancio, quién nos devolverá los besos perdidos de marzo cuando nos los roban en octubre?

El presidente siguió hablando. Prometió alinearnos con el sol, como si el sol fuese un ministro obediente. Cité en silencio a Alcibíades: quemar al perro para salvar el prestigio. Apagué la tele. El silencio hizo su trabajo de cirujano. En la cocina, el reloj cuadrado del chino seguía su tozudez barata. Lo descolgué, le di la vuelta, lo dejé boca abajo sobre la mesa, y el segundo siguió andando igual, como si el mundo fuese suyo.

Entonces entendí: a veces la realidad no se aleja del poder; el poder se aleja de los cuerpos. Suprimir el cambio de hora… bien. Pero yo quería otra reforma: que nadie me retrase el deseo ni me adelante la tristeza. Que los domingos no huelan a escuela y las camas deshechas coticen en bolsa.

Sonó el móvil: "¿Vienes?". Fui. Ella abrió con el pelo en huelga y la risa encendida. Nos echamos la siesta más democrática del país. Sin decreto, sin relojes. Y por primera vez en semanas, el presidente dejó de flotar: cayó, con toda su retórica, dentro del cubo de la ropa sucia. Allí, por fin, marcó la hora correcta.

 «Todo amor y toda amistad verdaderos son una historia de transformación inesperada» (Así que si después de amar sigues siendo la misma persona, es que no has amado lo suficiente; esfuérzate más, anda. Eso no lo dije yo, fue Elif Shafak, nacida el 25 de octubre de 1971 y a quién hoy felicitamos su onomástica)

Y aunque siempre diga que "si", no te lo creas. Te vacila. Y no cambiará aunque ya tiene una edad: hoy hace 81 y tiene para rato... o eso le deseamos. 

 
 
Cor en mode avió

Al semàfor, vaig prémer “sí” amb el polze i “no” amb la llengua.

La ciutat feia xisclar els cables i jo caminava lleuger, com si el pit tingués bisagres noves.

El teu missatge vibrava: “parlem?”.

Vaig olorar la pluja sobre l’asfalt calent i vaig deixar-lo sense obrir, com una llauna sense anella.

No era heroisme, era higiene: salvar el ritme del meu tambor.

Quan el vent es va endur una bossa com un estel barat, vaig riure sol: propietari, sí; solitari, també—i prou viu per aguantar-ho.

 

 

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