domingo, 26 de octubre de 2025

EL GRITO AFINADO

Me empujaron hacia el muro de ladrillo como quien arrastra una silla que chirría. El patio olía a cloro rancio y zumo de naranja derramado; los fluorescentes del porche zumbaban, implacables, como un enjambre educado. Nadie adulto a la vista. Nadie que quisiera serlo.

—Así que tú eres la nueva —dijo el que mandaba, gorra ladeada, sonrisa de acero dulce—. Hoy te presentamos la casa. Bienvenida.

Sus amigos formaron un semicírculo torpe, más músculo que idea. Dos compañeras me miraron desde la sombra de la pista: el miedo les cuarteaba el maquillaje como si fueran azulejos viejos.

—Aquí las normas son simples —continuó él—. Tú no hablas si yo no pregunto. Si colaboras, esto se olvida. Si no, se repite.

Sentí el ladrillo helado en la espalda, rugoso, un papel de lija contra la camiseta. Me sudaban las manos. El estómago era un ascensor sin cables. La rabia, en cambio, tenía una textura seca, como el polvo del patio cuando el baloncesto cae en el aro y no entra.

—Ni lo intentes —alcancé a decirle, voz mínima, ojos fijos en sus ojos.

—¿Oís eso? —se rió—. La valiente.

Alrededor, los móviles asomaban como periscopios discretos. Una chica grababa con el pulgar temblón. Otro, con camiseta del equipo, apuntaba sin disimulo. Nadie intervenía, pero todos coleccionaban pruebas como si fueran cromos. Yo, que a veces también he sido nadie, tomé aire.

Protocolo, pensé. Señales. Salida. A la derecha, el pasillo hacia Conserjería; a la izquierda, el merendero y, tras él, el despacho de la jefa de estudios. Tres profesores charlaban lejos, con esa confianza de fin de recreo que lo explica todo: si no miran, no existe.

El chico dio un paso más. El círculo respiró al unísono. Yo apoyé las palmas en la pared y noté una vibración sorda detrás del ladrillo, quizá el agua serpenteando por las tuberías. Cerré los ojos un instante. Abrí la boca.

Grité.

No un grito cualquiera. Un alarido entero, sin ahorrar ni un hueso de aire, salvaje y afinado a la vez, como si desde el vientre tirara de un hilo que sube por la garganta, tensa la cuerda y estalla en una nota que no se puede discutir. El patio se detuvo: los pájaros callaron, la pelota suspendió su bote, el enjambre fluorescente perdió el compás. Grité con memoria: la de otras voces que nunca se permitieron llegar a la superficie.

El eco chocó contra las paredes y regresó: tres veces. En la segunda, alguien dejó de grabar y miró alrededor, buscando a un adulto. En la tercera, los profesores dejaron de charlar y giraron la cabeza. Yo seguí, un segundo más, hasta que el zumbido del porche se reordenó y el mundo volvió a moverse.

—¿Pero qué haces? —dijo la gorra, la sonrisa ya sin brillo.

Saqué el móvil del bolsillo delantero —mano firme, dedos secos ahora— y, aún sin dejar de mirarle, pulsé el botón de emergencia. La pantalla, roja. Un pitido corto. No llamé a nadie. No hizo falta. El círculo se resquebrajó por las esquinas.

—Esto está quedando precioso en 4K —dije, una calma prestada—. Te invito a repetir tu bienvenida para el protocolo.

—¿Qué protocolo?

—El que salta cuando cinco personas o más rodean a una sola junto a un muro y alguien grita desde el diafragma. Ese. ¿Quieres que te lo explique o prefieres salir conmigo en la reunión de la tarde?

Él parpadeó, tres veces también. Noté que por fin me veía, no como presa sino como espejo: el contorno de su cuerpo recortado en mi pantalla, el temblor minúsculo en su mejilla izquierda. Alguien, detrás, murmuró: “tío, ya”. La chica del pulgar temblón bajó el móvil hasta la altura del abdomen, como si de pronto pesara.

—Aquí no ha pasado nada —ensayó él, demasiado tarde—. Estábamos bromeando.

—Claro —asentí—. Y yo soy el altavoz del patio.

Apareció Conserjería primero, con su llave maestra tintineando, y detrás la jefa de estudios con una carpeta que tenía pegatinas de planetas. Pocos adultos demoran tanto sin parecerlo. Se acercaron sin correr, pero la gente se abrió como si la velocidad fuera contagiosa.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó ella, de frente, voz geográfica.

Yo no le respondí a ella sino al patio entero, aún con la cuerda del grito vibrándome en el pecho:

—Presentación no autorizada. Seis contra una. Grabaciones múltiples. Puedo enseñar lo que tengo.

Le tendí el móvil. Ella lo recibió con cuidado de cirujana y miró un segundo a la gorra. Entonces habló con esa precisión que te sostiene como una barandilla:

—Tú, conmigo. Vosotros, también. Y tú —me señaló—, conmigo luego. Gracias por avisar como has avisado.

La gorra quiso decir algo, pero se le había desencolado la palabra. Uno de sus amigos sacó los hombros del semicírculo, se disolvió hacia ninguna parte. El resto imitó esa cobardía eficiente. Quedaron los tres que debían de creer de verdad en él; le acompañaron con la lealtad triste de los perros cansados.

Cuando se alejaron, el patio respiró normal. El enjambre de los fluorescentes recobró el ritmo de oficina barata. La pelota picó y, esta vez, entró limpia por el aro. Sentí las manos otra vez húmedas, pero ahora de otra cosa: no era miedo, era una especie de descarga que me recorría los antebrazos. La rabia, por su parte, se me había vuelto útil, como un destornillador que por fin encaja.

La jefa de estudios regresó al cabo de unos minutos.

—¿Quieres tomar agua? —preguntó.

—Sí —dije. Y sonó a victoria banal, que son las mejores porque no piden permiso.

Bebí. El agua estaba tibia, con ese sabor a metal amable de las fuentes del cole. Me enjuagué la garganta, que aún era una cuerda tensa. Ella apoyó la carpeta de planetas en el banco.

—Has hecho algo muy difícil —añadió—. Y muy valioso. Vamos a mover todo lo que haya que mover. ¿Te apetece que te acompañe a llamar en casa?

Asentí. No quería ser heroína. Quería llegar a la tarde con tarea y merienda.

—Una cosa —dije, antes de irnos—. Cuando les vea mañana, ¿qué hago?

Ella sonrió con una esquina de la boca, como quien ha visto demasiadas mañanas.

—Mañana, si te miran, les devuelves el espejo. Y si vuelven a acercarse, gritas otra vez, pero no para romperte: para que se les rompa la costumbre.

Mientras cruzábamos el patio, la chica del pulgar temblón se me acercó en paralelo, sin atreverse a ponerse a mi altura.

—Lo he borrado —susurró—. Lo que grabé. No podía… no sé.

—Vale —le dije—. La próxima, si grabas, es para que sirva.

—La próxima —repitió, como si fuese una palabra nueva.

Al salir al pasillo, el zumbido se quedó atrás. Mis pasos sonaban limpios sobre el terrazo. Me descubrí respirando a compás: cuatro dentro, cuatro fuera. Guardé el móvil. Toqué el ladrillo con la yema de los dedos, un segundo, como quien afina un instrumento antes de un concierto. Ya estaba afinado. Y yo también.

«Haz más de lo que te pagan por hacer, y pronto te pagarán por más de lo que haces.» (Lo que no dijo Napoleon Hill, autor de la frase y nacido el 26 de octubre de 1883, es cuánto tiempo debíamos estar haciendo más de lo que nos pagan por hacer, porque a mí que ya llevo años en esto, nunca me han pagado de más)

Si queréis distinguir de quién es hoy el cumpleaños, 73 para ser exactos, es el que lleva gafas. Vale, es moreno, si es que queréis que os lo ponga fácil. 


Fils d’aire i monedes 

La Gina tanca la caixa amb els dits adolorits; en Tommy fa d’electricista a fosques per estalviar quilowatts. A la nit, compartim sopa, una menta colada i promeses que peten com bombolles. “Això aguanta?”, pregunta ella. “Amb fil i una pregària”, dic, i estrenyem el fil: un cordill gris que vam trobar a la vorera, amarrat al nàufrag que som. Al televisor parlen d’èxits; nosaltres apaguem el soroll i entenem la música: respirar, besar, dormir a torns. Demà, si cal, ho cosirem altre cop. Amb aire. I genolls.

 

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