EL ASCENSOR QUE SABE MI NOMBRE
No me gusta el ascensor desde que empezaron a llamarlo “vintage”. Antes era una caja; ahora es una reliquia con hambre. Subo con la bolsa del súper —pan, yogures, una vela que no recuerdo haber metido— y el dedo me traiciona al pulsar el botón del cuarto. La puerta cierra como una boca con dentadura floja. El motor carraspea. Subimos media planta y el mundo decide congelarse.
Silencio. Ni un zumbido. Solo mi respiración, que de pronto parece la de otro. El fluorescente parpadea dos veces —suficiente para enseñarme mi cara en el espejo: sesenta y nueve, ojeras de museo, una gota de sudor bajando por la sien como un turista sin mapa— y se apaga. El metal huele a moneda chupada y a aceite antiguo. La luz de mi móvil, tres por ciento, recorta los botones: alarma, timbre, abrir. Aprieto “alarma”.
—Servicio de emergencias del ascensor, ¿qué ocurre?
Mi voz sale en voz baja, como si la oscuridad cobrara por decibelio.
—Que no me muevo. Y que hace calor. Y que… —callo lo importante: tengo miedo.
Detesto esa palabra. Miedo. Como un zapato que no te entra pero te lo intentas poner igual, por orgullo. Pienso en mis rodillas, en el cardiólogo diciendo “tranquilidad” como si fuera algo que se compra en la farmacia. Pienso en mi mujer; en cómo decía que el miedo es “el perro que siempre vuelve si le tiras pan”. Desde que ella no está, la panadería está abierta todo el día.
Golpeo la puerta con los nudillos. Suena hueco, a tambor de guerra enano.
—Manténgase tranquilo, ya avisamos al técnico —dice la voz.
—¿Cuánto tarda?
—No puedo asegurarlo —y el silencio vuelve con las botas puestas.
El móvil vibra. Mensaje de “Desconocido”. Un audio. No es buena idea, pero el miedo no firma contratos con la razón. Le doy al play.
—¿Has llegado bien? —la voz estalla en mis oídos—. Avísame cuando estés en casa, ¿sí?
Mi pecho se encoge, como una hoja en agua caliente. Es ella. Un audio de hace años que nunca borré; el algoritmo lo ha exhumado como si fuera una broma macabra. Trago saliva. El ascensor huele también a colonia vieja. La suya. O mi cabeza la fabrica; qué más da.
—Estoy en casa —miento al aire—. Ya casi.
Vuelvo a darle al timbre, por hacer algo. El timbre se queja, metálico, sin convicción. Pienso en la vela que no recuerdo haber comprado. La saco. Es de las finas, color marfil. No tengo cerillas, claro. ¿Quién lleva cerillas? Me río sin ganas. La vela me hace compañía, aunque no alumbre. La paso por la mejilla, pelo de cera. Pienso: si arde, al menos habrá calor. Absurdo. El miedo convierte todo en altar.
—¿Hola? —una voz del otro lado, joven, femenina—. ¿Todo bien?
—Todo mal —respondo—. Pero podría ser peor.
—¿Quiere que llame a alguien?
—Llame a la puerta del cuatro B. Dígale a Laura que no baje. Que no me vea así.
—¿Su esposa?
—Mi vecina. Mi esposa ya no baja a ninguna parte —y el silencio regresa, esta vez educado.
El móvil cae al 2 %. Lo pongo en modo avión, como si el ascensor fuera una pista. El sudor resbala por la espalda y hace frío. La bolsa del súper cruje: los yogures suenan a promesa frágil. Me siento en el suelo, espalda contra la pared, las piernas estiradas. El metal tose. Yo también.
El interfono despierta.
—Señor, el técnico está en camino. ¿Se encuentra bien?
—Depende de la definición de bien. —Mi voz se rompe y me aferro a la broma—. No me he comido los yogures, eso debe contar.
—Respire despacio. Si tiene sensación de ahogo, hable conmigo.
No digo que me da miedo hablar, no vaya a gastar el aire. Escucho el edificio: un niño corre por el pasillo, alguien pone llave, una televisión emite risas enlatadas que no creen en nadie. Yo antes también corría. Ahora me cansa recordar.
La vela insiste desde la bolsa. Al tacto, su cuerpo liso me calma. Cierro los ojos. Huele a metal, a tela de ascensor, a mi propio miedo, que debe tener olor: algo entre ropa mojada y hospital. Abro los ojos y los cierro. La oscuridad tiene la misma cara.
—Papá, ¿estás? —otra voz, esta vez pequeña, filtrándose por el hueco de la puerta—. La vecina me ha dicho que no baje, pero he bajado. Soy Dani.
Mi nieto. El pecho se me llena de mariposas con guantes de boxeo.
—Estoy —respondo—. Tú sube. No te quedes ahí.
—¿Quieres que te cante?
—No —digo. Sí. Digo no—. Cuéntame lo de tu examen.
Dani habla. Su voz se enreda con el zumbido que vuelve: el motor despierta con pereza y hace un ruido de ballena vieja. La cabina da un tirón. El miedo se pega a mi lengua como una hostia sin vino. No rezo, pero podría. Dani sigue hablando de una redacción sobre “el lugar más seguro del mundo”. Dice que puso “el pecho de mi madre” y la profesora le subrayó “cursi”. Me río. Llorando. A la vez.
El ascensor baja medio palmo. Se frena. Otro tirón. La luz retorna coja, amarillo fiebre. Me veo otra vez en el espejo. Soy casi otro: mejillas enrojecidas, ojos vidriosos, la vela en la mano como si fuera un cetro de chiste.
—Sigo aquí —le digo a Dani.
—Yo también —dice él—. Te espero arriba con una linterna.
El interfono carraspea.
—Abrimos manual —avisa el técnico, voz de serrucho—. No se asuste.
Demasiado tarde. La puerta hace un ruido de lata desgarrada y aparece una rendija de pasillo, luz doméstica, polvo bailando como si el mundo fuera un salón. Una mano se mete por el hueco.
—¿Puede incorporarse?
Puedo. No quiero. El suelo parece mar hacia abajo. Me arrastro, torpe, abrazo la vela, siento el borde de la puerta en las costillas. La mano me agarra del antebrazo; la piel contra piel me devuelve un idioma que aún entiendo. Salgo. El pasillo es un cuadro mal colgado. Todo tiembla un poco. O tiemblo yo.
—¿Está bien? —pregunta el técnico.
—Estoy vivo —respondo—. Hoy me basta.
Dani aparece con la linterna. Me enfoca la cara como si buscara pruebas. Apaga. Me abraza sin preguntar. La vela se queda atrapada entre nosotros, fría. Respiro. El miedo, cansado, se sienta en un escalón y me mira irme, como un perro que por una vez no insiste.
Cierro la puerta de casa y dejo la vela en la mesa. Pienso si encenderla o guardarla en el cajón de “por si acaso”. Pongo agua a calentar para un té que no beberé. El móvil, hecho un fósil, todavía guarda el audio de ella. No lo reproduzco. Me siento en la silla y escucho mi corazón. No suena bonito, pero está. Y por primera vez en mucho, la casa no parece un lobo. Parece casa. Hasta que el ascensor vuelva a carraspear; o no. Hoy, de momento, se ha ido sin morder.
«Solo tienes poder sobre la gente mientras no les quites todo; cuando a un hombre le han arrebatado todo, ya no está en tu poder: vuelve a ser libre.» (Hoy hace 55 años que le dieron el Nobel de literatura a Alexander Solzhenitsyn, una persona que se pasó 11 años en un gulag soviético por criticar el régimen de Stalin y su sistema penitenciario. Lo expulsaron de la antigua URSS, después de quitarle todo, en 1974. Murió en 2008 en su país, concretamente en Moscú)
Y aunque la wiquipedia aún no haya rellenado su biografía, sé que hoy cumple 75 años y muy frescos... o simplemente frescos por lo del cambio climático.
Fresc i disponible
Quan ella entra a la plaça, l’aire fa olor de poma verda i asfalt mullat. Jo duc el cor a punt de saltar del seient.
—Fem el dia nou?— diu, i el món s’eixuga com una tovallola al sol.
Caminem sense mapa; els semàfors ballen, els gossos riuen, el meu pes antic queda penjat al fil d’estendre.
—Encara tens la pell per estrenar.
—I una gana de començar-ho tot.
El vent ens treu l’etiqueta. Frescos. Disponibles. Vius.
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