EL MUNDO SE CREÓ UN 22 DE OCTUBRE A LAS 18:00

Ussher dijo que el mundo empezó un sábado a las seis. Yo, que llegué a casa a las 17:49 con una camisa medio abierta y dos naranjas en el bolsillo de la gabardina, decidí obedecer el dogma. Apagué el móvil, bajé las persianas hasta un filo de luz, y dejé que el reloj heredado de la abuela hiciera su catecismo de dos minutos. El salón olía a polvo tibio y a algo tuyo que nunca se fue: una hebra de champú, la memoria de tu lengua sobre el borde del vaso.
A las 17:58, el ascensor ronroneó como una fiera educada. Pensé en la agenda del arzobispo: creación del mundo, sábado 22 de octubre del 4004 a. C., 18:00 en punto; expulsión de Adán y Eva, lunes 10 de noviembre —mala fecha para quedarse sin casa—; fin del diluvio, miércoles de mayo, ideal para tender. Me reí solo: la precisión como afrodisíaco. Ponerle hora al deseo. Colocar una campana de iglesia encima de la piel.
El timbre sonó con puntualidad bíblica. Abrí. Tu pelo venía recién mojado, con ese brillo de llave que abre habitaciones cerradas. Llevabas una bolsa con pan y ese cuello que, a contraluz, siempre me enseñó el camino.
—Llego tarde al génesis —dijiste.
—El mundo espera tu retraso —contesté.
A las 18:00, el reloj hizo clic. Algo se aflojó en el aire. La lámpara tembló. El tráfico perdió su dicción. Te descalzaste sin pedir permiso y caminaste hasta la ventana. Las persianas recortaron tu cuerpo en franjas, como si una cebra se hubiese aprendido mis vicios. Me acerqué por detrás y apoyé la nariz justo donde el cuello se vuelve pendiente. Tu olor a agua nueva, a fruta pelada, a miércoles después del diluvio.
—Nómbrame —susurraste.
Toqué tu clavícula con la boca, apenas, como quien firma un recibo.
—Tú.
Te reíste, chiquita, y entonces llevaste mi mano a la camisa abierta. Primer botón: concedido. Segundo: historia. Tercero: fe. Se oyó el reloj. Tictac de un ángel con sueldo mínimo.
El sofá nos recibió como un animal viejo que por fin reconoce a sus dueños. Dejaste el pan en la mesa, yo mis llaves en un cuenco, nuestros miedos en el suelo. Me senté y tú me montaste despacio, con liturgia de sábado. Nos miramos. Esa mirada en la que el mundo aprende otra vez su vocabulario. Mis manos, obedientes, revisaron inventario: espalda, costillas, cintura; tus manos tomaron nota de mi hambre con la eficiencia de un cónclave.
—Estás temblando —dijiste.
—Estoy creando.
Te abriste como se abren las ventanas cuando el aire presiona por dentro. Guiaste mi boca por un atlas que ya conocía y, aun así, parecía recién descubierto. Bajé sin prisa, con esa reverencia del que saborea el pan antes de bendecirlo. Tu piel se volvió fruta, y la fruta, mandato. Me pediste que no quitara la camisa del todo: te gusta la frontera. A mí me gusta obedecer cuando mandas con la respiración. Te incliné hacia mí, te bebí en tragos breves, como si cualquier exceso pudiera volver a inundar el planeta. Y te escuché. El cuerpo habla mejor que un salmo: tus gemidos eran sílabas con acento agudo, breves rutas hacia el centro. Yo llevaba la cuenta como Ussher: primero la luz, luego la tierra, después los animales, al final nosotros. Pero hoy invertimos la semana: primero tú.
Me apretaste la nuca. No sé si era fe o ciencia, pero sentí que el reloj se detenía un segundo para mirar. Me quedé allí, donde eras pulso y milagro. Te oí venir como quien oye llegar la lluvia por la terraza del patio interior.
—Ahora —dijiste.
Y yo obedecí con gusto de barro, con manos que querían aprender un oficio para toda la vida. Te arqueaste. Los músculos firmaron su propia alianza. Por un momento, el salón fue un jardín sin serpientes: solo hojas, agua, luz. Y tu nombre multiplicándose en mi lengua como panes en una mesa de pobres felices.
Cuando subiste, yo te seguí. El mundo se hizo de nuevo, pero esta vez con sudor y risas. Me mordiste el hombro —la marca de los condenados capaces de volver a entrar en el paraíso sin pedir permiso— y yo te conté con las manos, de una a siete, como quien reza al revés. Nos movimos lento, luego rápido, luego lento otra vez, como si el tiempo fuese de plastilina y nuestras caderas, dos dioses torpes decidiendo el clima. Nos miramos de cerca, tan cerca que mis pestañas se volvieron cortina para los dos. Te llamé por tu nombre, y el nombre fue llave.
Paramos juntos. Silencio de posdiluvio. Apenas el ventilador, una moto lejana, el tictac feliz de la abuela. Miré el reloj: 18:10. Diez minutos de paraíso. No es una eternidad, pero sostiene la semana. Tú te levantaste sin soltarme del todo, fuiste a la cocina, llenaste dos vasos. Bebimos agua como quien firma la paz. Te lamí una gota en el labio inferior.
—Nos echarán igual —dijiste, con la serenidad de quien conoce la estadística.
—Hoy movimos la hora —respondí—. Que nos busquen.
Regresamos al sofá. Encendiste la lámpara de pie: luz barata, iglesia suficiente. Metiste la mano en tu bolso y dejaste sobre la mesa la nota que había en mi nevera: “No olvides comprar luz”.
—Ya traje —sonreíste, señalando tu cuello como un interruptor.
Me acomodé detrás de ti. Te tomé la cintura. Acaricié ese camino que desciende y en el que siempre pierdo la brújula a propósito. Te nombra mi boca otra vez: tú, tú, tú. Cada ‘tú’ enciende algo. Cada sílaba quita un exilio. El vecino golpeó el techo a las 18:12, Jehová del tercero, cansado de nuestros milagros sin licencia. Reímos. Abrí una naranja con los pulgares. El jugo quedó en tus labios y lo recogí, paciente, devoto.
En el calendario, al margen del sábado, escribí: “18:00. Creación del mundo. Asistencia: dos. Material: pan, agua, piel.” Ussher puede quedarse con las fechas. Nosotros ponemos el cuerpo. Y, si mañana viene el ángel con su espada flamígera, que pase a las seis: ya sabrá por dónde se entra.
«La pureza no gana en política.» (Por supuesto que la frase la dijo un político que sabe de lo que habla; además es del partido republicano y hoy celebra su 78 cumpleaños. Se llama Haley Barbour y cercano al pensamiento de P. D. Trump)
Y ella nació casi cuando nació la canción que canta en el vídeo. Felices 57. A ella,
Quan et vaig veure travessar el carrer amb aquell abric massa curt per al fred, el món va decidir fer-se petit: un cafè bullint, la llengua cremada, els semàfors sincronitzats amb el batec. No et prometo eternitats; prou feina tinc a aprendre a plegar les rentadores sense fer naufragi. Però si et quedes, ajuntarem pluja i sofà, farem ballar la pols damunt del vinil, i quan el barri calli et diré a cau d’orella: només et vull a tu. I el fred, obedient, canviarà de vorera.
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