jueves, 23 de octubre de 2025

EN EL LADO DEL PASILLO

Hoy he cocinado para nadie. Lo he hecho con método, como si la receta fuera un hechizo: dorar la cebolla hasta que quede transparente, añadir los pimientos, el tomate que compré en el mercado por cabezonería —“de rama, por favor, que huelan a planta”—, y dejar que el guiso respire a fuego lento. El vapor empañó el cristal de la ventana que da al patio de luces; en el quinto alguien tendía sábanas como banderas parlamentadas con el viento. He puesto la mesa para dos: plato hondo, pan cortado, servilleta doblada en triángulo. Y he mirado el reloj. Y luego el móvil. Y después el reloj, otra vez.

Parece un chiste si lo cuento deprisa: un hombre que soñaba con escribir se pasó media vida repartiendo cajas en la empresa familiar —“ya escribirás cuando las cosas estén tranquilas, Matías”—, y ahora que las cosas están tan tranquilas que duele, no sabe por dónde empezar. Durante años me levanté de madrugada para ayudar a mi padre en el almacén: cargar, descargar, facturar, sonreír de compromiso. Las novelas se me enfriaron en la cabeza como tazas olvidadas en la encimera (sin café, no te asustes, es una metáfora manoseada). A cambio, mi apellido pintado en azul sobre la persiana: “Suministros Cortina”. Cuando cerramos, me quedé con la persiana en el pecho.

El móvil no ha sonado en todo el día. Hoy es mi santo, que ya nadie recuerda salvo las listas del supermercado y las alarmas del médico. Mi hijo, que prometió venir a comer “si nada se complica”, me escribió anoche a la una: “Papá, te llamo mañana temprano”. Mañana es una palabra peligrosísima: no duele en el instante, pero arruina el desayuno.

No culpo a nadie. A veces me invitan a culpar a alguien —es la gimnasia favorita de los mayores—, pero yo fui diciendo que sí a cada urgencia: “Matías, puedes quedarte con la contabilidad, que se nos ha puesto malo el gestor”. “Matías, tu hermana necesita que la acompañes al notario.” “Matías, ¿te encargas tú de mamá esta semana?” Yo siempre decía que sí. Uno no se convierte en héroe por eso; como mucho, en mozo de carga de los otros. La vocación, mientras tanto, aprende a hacer de estatua: quieta, bonita, polvorienta.

Hace dos meses me apunté a un taller de escritura. Empecé un cuaderno negro. Primera página: dos líneas torpes sobre una puerta entreabierta y una casa que huele a lejía. Segunda página: una frase que se me escapa al margen. Tercera página: una lista de excusas. Lo cerré y lo dejé sobre la nevera, como quien deja una carta sin sello a ver si la casa la envía por su cuenta.

Termino el guiso. Pruebo la salsa con la cuchara de madera. Me sale sabrosa, me sabe a domingo con mi madre viva. Apago el fuego. Espero. El silencio hace su deporte y sube escaleras. Desde el rellano llegan dos voces de adolescentes que discuten por un cargador. Un bebé llora en el tercero. Una tele solita cuenta una tragedia con música épica. Y mi móvil, inmóvil, boca abajo, como un pez fuera del agua. Dicen que el silencio enseña; a mí me enseña a contar lo que falta.

Pongo el plato en el centro de la mesa y me siento en el lado del pasillo. Siempre he comido ahí, aunque la mesa esté vacía. Es una manía que heredé de mi padre: “Así controlas la puerta”. Lo decía medio en broma, medio en guerra. Yo también controlo la puerta: nadie viene.

Me levanto, abro el cuaderno, y escribo: “Un hombre cocina para nadie y la casa le contesta con vaho”. Me paro. Borro “vaho”. Escribo: “Un hombre cocina para nadie y se sirve.” Me río solo: parece un haiku obrero. La risa me sale rara, de óxido y de alivio. Vuelvo al teléfono por pura superstición, como quien palpa el bolsillo aunque sepa que no hay llaves.

No llamará. No hoy. Mi hijo vive deprisa y yo tardé demasiado en vivir a mi modo. Los años hicieron su trabajo: el amor se volvió logística, la ternura se metió en un calendario compartido y la ambición se guardó en cajas con etiquetas. Me quedan las manos, que todavía recuerdan el peso de las bobinas y el ruido seco de las grapas. Me quedan también las palabras que no escribí: me persiguen como gatos que yo mismo alimenté a escondidas.

Cojo el móvil. Abro la agenda. Encuentro mi nombre: “Matías Cortina”. No hay foto; quité todas cuando murió mi madre porque me clavaban una aguja pequeñita en los ojos. Dudo. Marco mi número. Suena el primer tono en la mesa, aquí, a veinte centímetros de mi plato. Suena el segundo. En el tercero, cuelgo. No puedo. Me da vergüenza llamarme. Me da miedo oír mi voz diciendo “Deje su mensaje”.

Abro el grifo y dejo correr el agua hasta que pierde el frío. Me lavo las manos como si acabara de llegar de la calle. Me digo en voz alta: “Buen provecho, Matías.” Sirvo el guiso. Pan. Un poco de sal encima, con los dedos. Mastico despacio. La cebolla tiene un dulzor amable; los pimientos crujen apenas; el tomate espeso se pega a la cuchara. Por un instante me acuerdo de un premio escolar de redacción: “Otoño”, cuarto de EGB, la maestra levantando mi cuaderno y leyéndolo en voz alta. Lo escucho entero, como quien vuelve a una vieja estación a ver si aún queda un tren.

Pienso en Carmen —no la mía, una vecina que a veces me cuenta sus batallas de abuela con dos carritos— y en lo que pierden las personas cuando los demás ganan tiempo. Y no me doy pena. He aprendido a desconfiar de la pena: es como una manta húmeda, no abriga y pesa. Lo que me duele es la costumbre de no elegirme. Esa obediencia a la urgencia ajena que nos deja la casa llena de cajas ajenas y los cajones sin llaves propias.

Acabo. Recojo los platos. Meto lo que sobra en un táper. Lo etiqueto con un trozo de cinta: “Lunes”. Me sorprendo de mi propia cursilería de almacenero jubilado. Cierro el táper con ruido de plástico satisfecho. El móvil vibra sobre la mesa. Lo miro como si fuera un animal difícil. Mensaje de mi hijo: “Perdona, papá, se me ha liado. ¿Te llamo más tarde?” Respondo: “Cuando puedas. He cocinado de más. Te guardo.”

Vuelvo al cuaderno negro. Escribo sin pensar demasiado:

“Hoy me he llamado y no me he dejado mensaje. Tal vez porque, por primera vez, me tengo delante. El hombre que postergó su libro para apilar las cajas de todos ha aprendido a abrir su propia puerta. No sé entrar aún, pero ya giro el pomo.”

Dejo el bolígrafo encima. El vaho de la ventana se ha secado y en el patio se oyen pasos. Me siento en el lado del pasillo, como siempre, y esta vez no controlo la puerta: la dejo abierta. No sé si alguien vendrá. No sé si llamaré otra vez a mi número para dejarme una voz de futuro. Pienso en la receta, en la maestra, en las cajas, en mi nombre. Me viene una frase que no apunto: quizá la jaula no era la persiana, sino el miedo a abrirla.

El móvil vuelve a vibrar. Lo pongo en silencio. No por castigo, ni por orgullo. Por fin tengo algo que hacer con las manos.

«El pecado original del bolchevismo consistió en suprimir la democracia, abolir las elecciones y negar la libertad de expresión y de reunión.» (Esta frase la dijo una persona que vivió cerca de la extinta URSS, Leszek Kołakowski, nacido el 23 de octubre de 1927 que, como me hice yo, se hizo la pregunta de much@s: ¿cuántas personas cruzaron el muro de Berlín de este a oeste? Pues ahí tenéis la respuesta de lo que es el comunismo)

Hoy hace un día por estas latitudes, de pleno otoño. Lo mejor es celebrarlo con música de quién supo ponérsela. 

Fulles que saben el teu nom

Quan el violí arrenca, el barri fa olor de pa torrat i promeses passades de data. Trepitjo fulles com cartes que no vaig enviar. Tu m’has dit: “la tardor és una excusa per dir adeu lentament”. Et crec mentre la plaça s’enfosqueix i els coloms confonen el meu cor amb un banc buit. Em poso l’abric de les coses que encara no vaig dir. El compàs cau, i jo també: m’aprenc la teva veu de memòria, com una melodia antiga que es nega a hivernar.


 

 

 

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