domingo, 5 de octubre de 2025

LA BUTACA VACÍA

No hubo aviso. Ni violines, ni túneles con wifi, ni esa iluminación de catálogo espiritual que te promete paz a plazos. Solo un golpe seco contra el suelo helado del baño de un restaurante y, de pronto, yo mirando mi cuerpo como quien encuentra un abrigo olvidado en la silla equivocada. El azulejo me devolvía un olor a lejía y pescado del día. La realidad, en cambio, olía a nada.

No sentí miedo. Tampoco heroísmo. Más bien la indolencia de un domingo por la tarde en el que nadie llama. Arriba —o lo que fuera “arriba”— flotaba yo, con esa calma que le sale a la gente que ha dejado de fingir. Abajo, yo mismo sacudiéndome en convulsiones como un pez que aprende mal la coreografía. Una mujer gritó mi nombre con un acento que me quedó antiguo, como si viniera de una casa donde ya no vivo. Entraron dos sanitarios, el tipo de la cremallera y la sábana burocrática. Subir y bajar: una bolsa no debería tener soundtrack, pero la cremallera sonó como un veredicto.

Hasta entonces, nada. Ni abuela, ni túnel, ni PDF del sentido de la vida. Solo una intuición, un chasquido dentro de lo negro: tal vez nunca fui el dueño de lo que creí ser. Ni cuerpo, ni alma con firma. Somos eco. Una reverberación persistente de algo que dijo alguien en otra habitación, y aquí seguimos vibrando por inercia. La conciencia, si existe, no se hospeda dentro: mira desde fuera, aburrida y exacta, como un amor que ya no se pone perfume para verte.

Cuando decidí rendirme a ese estar sin peso —qué descanso, por cierto— alguien pinchó la escena:

—Este no está muerto.

Crack. Cremallera hacia abajo. Rebobinar el final sin mi permiso.

Volví a entrar al cuerpo como quien regresa a un piso de alquiler donde ya no reconoce los muebles. Los párpados pesaban como cortinas viejas; los dedos, torpes, buscaban el interruptor de un cuarto apagado. Duele vivir, pensé. Pero el dolor era otro: un roce, una etiqueta que pica. Reaparecieron las deudas, los grupos de WhatsApp, el dentista, el mail que empieza por “tal como comentamos”. Encajé. O eso fingí. Yo también volví. Distinto.

Ahora camino por la ciudad con un hilo invisible en la nuca. Nadie lo ve; yo lo siento. Me hace girar la cabeza hacia sitios que no supe mirar antes: un hombre que come solo en la barra, una mujer que se toca la alianza en el metro, el perro que espera en la puerta como si todo dependiera de un saludo. Los miro como quien mira su propio final y, por un segundo, todo importa. Luego vuelve el ruido. Me invitan a podcasts. En TikTok soy una etiqueta: #VolvíDelMásAllá. Preguntan por el túnel. Por la luz. Por si hablé con mi abuela. Sonrío bien, practiqué en el espejo. Les digo que no vi nada de eso. Que, si me apuras, lo peor de la muerte es que no enseña. Solo apaga el volumen general y te sienta en una sala barata a ver la película de tu vida sin música, sin edición, sin actores de confianza.

La sala, sí. Una sala mugrienta de barrio, con olor a palomitas rancias. Pantalla mediana. Butacas cojas. Te sientas y notas que el tapizado raspa. Alrededor, nadie. A veces crees reconocer una silueta, pero no. Es tu sombra levantándose al baño. Vuelves y no has perdido nada. Tampoco ganas. Reproducir/pausar. Rebobinar. El proyector tose. Y, sin embargo, no te levantas. Porque algo te ata. No sé si es amor, miedo o costumbre; quizá es la intuición de que un fotograma, cualquiera, te guiñará el ojo y por fin entenderás por qué te dolían tanto los domingos.

Desde que regresé, la gente se comporta conmigo como quien visita un museo: hablan bajo. Yo intento seguir trabajando, pagando impuestos, queriendo bien. A veces lo consigo. Otras me quedo mirando la butaca de al lado, vacía y terca, y me pregunto si estuvo así desde el principio. Si de verdad compartí la función con alguien o si solo imaginé los rozamientos, la mano que apretaba la mía en las escenas tensas, la risa sincera en los chistes malos. Qué fraude, pienso, cuando me acuerdo de todas las veces que me hice el fuerte solo para no admitir que necesitaba compañía.

He probado a hacer cosas de vivos: cambiar de champú, comprar verduras con nombre, decir sí a los planes que antes postergaba. También he vuelto a coger la mano de alguien en la cama y a fingir que todo late con sentido mientras afuera la noche se cae de espaldas. A ratos siento el cuerpo como un traje prestado por un amigo que te cae bien pero te queda raro en los hombros. A ratos, milagro: una cucharada de sopa caliente, el vapor en las gafas, un coche que frena a tiempo, la respiración de quien duerme a tu lado y te da la espalda con una confianza radical.

Supongo que esperabas revelaciones. Claves. Un PDF con instrucciones. No tengo. Lo único que me traje —si es que me traje algo— fue un pulso más lento y una certeza provisional: todo lo importante sucede bajito. Por debajo del guion. En los gestos que no salen en cámara. Una mano que levanta la persiana, un perdón dicho a destiempo, un “me quedo” que se sostiene. La muerte no es un final épico ni una puerta con contraseña. Es un acomodador despistado que te coloca en una butaca cualquiera y te apaga la luz de emergencia.

Lo sé: querías esperanza. Una frase a bordar. Tal vez esta te sirva: si el cine está vacío, cambia de sala o aprende a sentarte contigo. Yo, por si acaso, guardo una moneda para la máquina de refrescos y otra para la cabina de llamadas que ya no existe. A la salida, cuando vuelva a llover y todos corran, me quedaré un segundo bajo el toldo para escuchar cómo golpea el agua. Por si el eco responde. Por si alguien —tú— se sienta a mi lado sin pedir permiso y me dice al oído: “oye, la peli era mala, pero qué gusto estar aquí”. Y entonces, de golpe, no será tan grave que nadie nos vea.

Lo demás, lo dicho: ni túnel, ni luz. Solo la certeza de que la butaca vacía siempre estuvo en su sitio. Quizá el truco —si hay truco— sea aprender a ocuparla.

«‘Conócete a ti mismo’. Y la inteligencia tropieza con el frío cristal del espejo y allí muere.» (Jamás se miró a espejo el pensador José Camón Aznar, nacido un 5 de octubre de 1898; era un friolero)

Ya va por los 58 y ha visto tantas veces el fuego en el cielo que hasta ha escrito (y cantado) un manual

 

Manual per quan el cel crema

 Quan el cel es va encendre, ningú va cridar. Jo vaig obrir el balcó i el veí, amb bata i tristesa, va brindar amb aigua. L’olor de metall calent entrava a la sala com un record que no vol marxar. Et vaig escriure: “torna”, i el mòbil va contestar amb un silenci educat. Les teulades feien crepitar els gats i el teulater pixava constel·lacions. Vaig comprendre que l’amor no crema: s’evapora. Em vaig quedar quiet, deixant que la llum m’arranqués la pell antiga. Quan es va apagar, jo ja era un altre.

 

 

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