miércoles, 19 de noviembre de 2025

 CUANDO LA VEJEZ SE CONVIERTE EN FRACASO


A veces pienso que el ser humano solo tiene dos grandes religiones: el miedo a morir y la fe en que, con suficiente dinero, podremos negociar con la biología.

Liz Parrish se sienta en un plató, mira a cámara y dice, más o menos, que su edad biológica va marcha atrás. Telómeros más largos, músculos más firmes, células rejuvenecidas. Un viaje a Colombia, unas cuantas bolsas de virus entrando por vena, un puñado de gráficos de laboratorio y ya tenemos relato: la mujer que no se resigna a envejecer, la CEO que se convierte en experimento de sí misma.

La ciencia, mientras tanto, carraspea en una esquina. Recuerda que BioViva no completó los pasos clásicos de la investigación antes de probar en humanos, que la FDA no autorizó el ensayo y que, por eso, el tratamiento se hizo fuera de Estados Unidos, en una clínica de Colombia. Que los famosos datos de telómeros más largos en sus leucocitos nunca llegaron como estudio serio a una revista, que lo que hay son notas de prensa, entrevistas, perfiles hagiográficos y una colección de titulares en medios fascinados por la idea de hackear la vejez.

Pero la tele no invita a la prudencia, invita al milagro.

Nos venden que envejecer es un fallo del sistema. Un bug. Un descuido de la naturaleza que algún emprendedor visionario corregirá a base de vectores virales y pitchs para inversores. “Ageing is a disease”, proclama Liz en conferencias y podcasts, mientras cuenta que decidió intervenir sobre su cuerpo porque estaba cansada de ver sufrimiento y muerte. El dolor es real, el sufrimiento también; la conclusión —que la vejez es un error a reparar— ya es otro tipo de relato, uno muy rentable.

Hay algo profundamente triste en esa promesa de inmortalidad de clase premium. Porque aquí no se habla de una vacuna universal, ni de una terapia accesible para cualquiera que cumpla años y pague impuestos. Se habla de un futuro donde quien pueda costearlo comprará décadas extra de “juventud biológica”, mientras el resto seguirá haciendo cola en el ambulatorio, con la cadera hecha polvo y el reloj marcando el tiempo sin descuentos.

Me imagino a Jesse Gelsinger, aquel chico que murió en 1999 en un ensayo de terapia génica mal gestionado, mirando todo esto desde la nota a pie de página en la que lo han convertido. Gracias a su muerte, la regulación se endureció y hoy exigimos ensayos fase I, II, III, comités éticos, datos reproducibles. Y, aun así, siempre aparece alguien dispuesto a saltarse el orden de las cosas, a viajar a otro país, a proclamar que, si la ley va lenta, el mercado irá por delante.

No dudo de que Liz Parrish crea de verdad en lo que dice. Muchos gurús creen en sus propios dogmas; la fe es un excelente anestésico. Y tampoco dudo de que la terapia génica tenga un potencial enorme para tratar enfermedades graves. Pero una cosa es la esperanza razonable y otra es la épica de “yo me inyecto primero y luego ya veremos”. Una cosa es el laboratorio que duda, corrige, rectifica; otra, el escenario iluminado donde todo son certezas y curvas descendentes de edad biológica.

El problema no es una mujer que quiera vivir más. El problema es el mensaje que cala por debajo: envejecer es fracasar. Arrugarse es no haber llegado a tiempo a la última actualización del sistema. Tener canas, arrugas, colesterol, miedo… es una especie de versión gratuita de la vida, mientras otros se preparan para el “Life 2.0” en sus retiros biohacking.

Y ahí, lo siento, pero me rebelo.

Porque también hay dignidad en dejar que el cuerpo diga basta. En aceptar que somos un rato y que ese rato tiene límite. En acompañar al padre que envejece, a la madre que olvida nombres, al amigo que se cansa antes de subir las escaleras, sin pensar que son prototipos defectuosos que podrían haberse “actualizado” si hubieran tenido más suerte, más fe o más crédito.

La verdadera trampa no es prometer años extra; es hacernos creer que una vida normal —con principio, nudo y desenlace— no es suficiente. Que si no podemos comprar tiempo biológico adicional, hemos perdido la partida. Que morir a los 80, 90, 100, desgastados pero vividos, es casi un fracaso del mercado.

Tal vez la pregunta no sea “¿podremos revertir la edad biológica?”, sino “¿qué nos pasa como sociedad para que la vejez nos parezca tan intolerable que preferimos convertirla en enfermedad, negocio o espectáculo?”.

Mientras tanto, seguirán apareciendo titulares sobre gene therapy for longevity, firmas que prometen extender telómeros y comprimir la mortalidad, CEOs que sueñan con devolvernos a los 25 años… en los papeles.

Y tú y yo, que no salimos en Cuarto Milenio, seguiremos contando cumpleaños, sumando cicatrices, perdiendo gente por el camino y ganando otras cosas que no caben en un biomarcador: ternura, miedo, paciencia, ironía, ganas de que alguien nos coja la mano al final sin preguntarnos cuántos kilobases miden nuestros telómeros.

Hay futuros que quizá se compran. Los finales, en cambio, siguen llegando sin factura proforma. Y quizá ahí, precisamente ahí, está lo poco que todavía nos hace humanos.

«La tendencia a juzgar las cosas como estamos acostumbrados a juzgarlas tiene su raíz en el esfuerzo de nuestra mente por cumplir una tarea con el mínimo gasto de fuerza.» (Richard Avenarius, nacido el 19 de noviembre de 1843 formuló lo que se ha venido en llamar “la ley del mínimo esfuerzo” por la cual se rigen tod@s l@s vag@s del universo)

Pues hoy cumple 72 años y por aquí está, esperando que sea de noche para ver si vuelve. 

Si fossis aquí aquesta nit

Si fossis aquí aquesta nit, no faria veure que estic bé. T’asseuries al sofà, deixaries el mòbil boca avall i em preguntaries, mig en broma, per què sempre faig tard a oblidar-te. Jo encendria el llum petit, el de les nits difícils, i et diria que encara tinc el teu nom enganxat als llavis.

Al carrer passaria un autobús buit.

A dins, dos adults massa grans per al drama, massa cansats per rendir-se.
Si fossis aquí aquesta nit, potser, per fi, callaríem.


 

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