LA AGENDA CONTRA EL INFINITO
Cuando el médico dijo “si sigue así, su cuerpo va a pararse antes que su vida”, pensé en ti, no en mi jefe.
Mala señal.
Miré el reloj por inercia. Las agujas iban perfectas, como si nunca se cansaran. El agotado era yo, no el tiempo. Y, sin embargo, llevaba años tratándolo a empujones, como si pudiera exprimirle minutos extra para correos, reuniones, favores que no me importaban nada.
En la sala de espera todos miraban pantallas. Yo miraba el suelo… y dentro del suelo te veía a ti, descalza, riendo en aquel piso sin muebles donde creíamos que la eternidad era un colchón en el suelo y una pizza fría. Qué idiotas felices. No teníamos nada y nos sobraba tiempo para hacerlo todo despacio: besarnos sin reloj, hablar sin agenda, perdernos por calles que ya ni recuerdo.
Un pitido del móvil me devolvió al presente: “Urgente”. Siempre es urgente cuando no es importante.
Lo puse en silencio.
Me descubrí contando las respiraciones, como cuando te miraba dormir. Inspirar, exhalar. Ahí, en ese hueco mínimo, cabía una vida entera y yo la había ido llenando de informes y de “lo vemos mañana”. Mañana, esa mentira educada con la que fui posponiendo abrazos, viajes, llamadas que ya no haré porque algunos nombres se quedaron en el camino.
Volví a casa andando, por una vez sin correr tras el autobús. El aire de la tarde olía a pan recién hecho y a lluvia lejana. Me atravesó un recuerdo tan nítido que dolió: tú colgada de mi brazo, diciendo que el tiempo no existía cuando nos besábamos en mitad de la calle. Qué fácil era creerte entonces.
Al llegar, me quité el reloj y lo dejé boca abajo en la mesita, como si fuera una confesión. Abrí el cajón donde guardo tus cartas, las entradas de cine, aquella foto ridícula en la playa. Todo seguía intacto, menos nosotros.
Entendí, tarde, que el tiempo no se había acabado. Lo habíamos ido achicando a base de cansancio, de promesas “cuando todo se calme”, de aplazar lo que de verdad ardía.
Eternidad hay, pensé, mientras sostenía tu foto con cuidado de no romperla. Lo que se agota es la fuerza de vivirla.
Esa sí que no vuelve. Y, sin embargo, todavía respiraba. Todavía podía elegir a quién regalarle los minutos que quedaran.
Esa noche te escribí un mensaje que nunca envié: “Perdona por haber recortado lo infinito contigo. Si queda algo de eternidad, quiero gastarla mejor.”
No respondiste, claro. Pero por primera vez en años sentí que el tiempo, por fin, dejaba de huir de mí. Era yo quien dejaba de huir de él.
«En una sociedad jerarquizada, cada individuo tiende a dominar al otro o a someterse a él.» (Henri Laborit, nacido el 21 de noviembre de 1914 para ser un estudioso de la conducta humana y llamarnos a tod@s de una manera suave, sádic@s y masoquistas)
Y ya un no tan cercano 21 de noviembre de 2011, cinco agradables mozalbetes y muy despeinaditos ellos -que solo tenían una dirección- sacaban al mundo la canción que podéis escuchar en el video.
Allò que ella no veu al mirall
Quan ell li diu “no saps com n’ets de bonica”, ella arrufa el nas i canvia de tema.
Al metro, la llum fluorescent li marca les arrugues noves i ella només veu cansament.
Ell, en canvi, veu com es mossega el llavi abans de riure, el gest mínim amb què recull un nen que ensopega, la manera com escolta fins i tot quan ningú no escolta.
—No és la teva cara —murmura—.—Llavors, què és?
—Que encara no has entès que el miracle ets tu. I això, sort, no es pot operar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario